La noticia de los “enfrentamientos” se ha vuelto rutinaria, pero resulta un hecho gravísimo, expresivo de la acción de la “autoridad” contra supuestas bandas criminales o jefes señalados como autores de hechos punibles, en particular con víctimas pertenecientes a los cuerpos policiales que, en la tarea emprendida con todo el despliegue del aparato represivo, para hacer seguimiento o ubicar a determinados sujetos, identificados con un alias, sencillamente, ante una supuesta fuga o un “enfrentamiento”, disparan sobre los sospechosos o les “dan de baja”, sin averiguación sobre esas muertes que, en definitiva, resultan justificadas porque “se ha contribuido al exterminio de peligrosos delincuentes”. Así lo ha señalado con toda claridad el Observatorio Venezolano de la Violencia.

Venezuela fue el primer país del mundo en abolir la pena de muerte en 1863, la Constitución vigente declara inviolable la vida y ninguna persona podrá establecerla, ni autoridad alguna aplicarla (art. 43), pero todo esto parece retórica vacía ante acciones que resultan impunes, sepultadas en expedientes archivados.

Tenemos una larga tradición doctrinaria estampada en los libros de derecho, en sentencias de los tribunales y en informes de la Fiscalía, en los cuales se señala que los agentes del orden público no pueden accionar sus armas, sino en circunstancias extremas, ante una real, actual o inminente agresión contra la propia vida o la de otro, en la medida de la estricta necesidad o imprescindibilidad de la reacción y en los límites de la más evidente proporcionalidad.

Los funcionarios policiales no están en las mismas condiciones que sus perseguidos y no tienen una patente de corso para matar. Deben actuar en el marco estricto de la ley, deben estar preparados para contener la violencia y no constituye razón alguna para apelar al empleo de las armas el alegato de la resistencia a la autoridad o el manido argumento del enfrentamiento que siempre termina en la muerte de los solicitados o perseguidos.

Tan grave como esto que ocurre a diario con los operativos policiales o acciones de “liberación del pueblo” es la anuencia o el silencio cómplice de una mayoría ciudadana que, en el fondo, se complace con la política de “plomo al hampa”, la cual, lejos de aliviar el problema delictivo, incrementa la violencia y la convierte en una espiral de venganzas o ajustes de cuentas que incluso termina en el más descarnado ensañamiento con los familiares o simples conocidos de los perseguidos.

La “resistencia a la autoridad”, el “enfrentamiento” puro y simple, la fuga y aún la actuación violenta, no justifican el empleo de las armas de fuego ni la eliminación o muerte de los solicitados o sospechosos en acción que solo puede ser calificada como descarnada venganza o política de exterminio.

La vida es sagrada, sin acepción de personas y solo el Estado, a través de sus tribunales, después de un juicio justo, puede imponer una sanción, que nunca será de muerte, y que debe ser rehabilitadora, pedagógica y de rescate para la sociedad de ciudadanos que fueron empujados al camino del delito en un contexto social en el que los valores del ser humano no han sido capaces de superar el resentimiento y el odio, producto de una sociedad seriamente afectada en sus bases morales.

La violencia extrema, la guerra a muerte al hampa, las ejecuciones de hecho o los linchamientos, constituyen la más contundente declaración del fracaso de la política criminal de un Estado y el más amenazante peligro para la vida de cualquier ciudadano.

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