La crónica nacional e internacional da cuenta diariamente de las proporciones dramáticas que ha asumido el éxodo venezolano que se traduce en una diáspora multitudinaria y, por otra parte, en algunas lamentables muestras de intolerancia que ocurren en algunos de los países donde van llegando nuestros compatriotas que huyen de la tragedia nacional que arropa a nuestra patria. Se ven manifestaciones de solidaridad individual y colectiva como también muestras de xenofobia que afortunadamente –por ahora– son esporádicas pero dolorosas.

El venezolano por su naturaleza y por las bondades con que Dios dotó a nuestro territorio no es dado a la emigración y así lo revelan las estadísticas acumuladas hasta hace apenas pocos años. Hoy día las cosas han cambiado y el venezolano experimenta las mismas circunstancias que otrora impulsaron a europeos y latinoamericanos a buscar cobijo en nuestro territorio. Nadie se va de su tierra por que está boyante, con esperanza, alimento, seguridad personal y garantía de futuro, lo que da por resultado el éxodo que se presencia diariamente en el aeropuerto de Maiquetía o en el puente internacional Simón Bolívar entre el Táchira venezolano y Norte de Santander colombiano donde ríos de gente atraviesan la frontera internacional en auténtica estampida o en la línea divisoria Bolívar/Roraima de la frontera con Brasil. A ello agréguese el recientemente iniciado éxodo de balseros hacia las Antillas Neerlandesas que evoca la amarga historia cubana de muy triste recordación.

En general puede afirmarse que la llegada de venezolanos a los países fronterizos no tropezó con inconvenientes serios en un principio. Posteriormente el incremento exponencial de emigrantes necesariamente causó incomodidades a los residentes de las poblaciones limítrofes que –justo es reconocerlo– no nadan en la abundancia de recursos. La consecuencia inevitable ha sido la erupción de muestras afortunadamente aisladas de rechazo a la presencia de nuestros compatriotas y algunas manifestaciones de xenofobia que afortunadamente han sido desincentivadas por los gobiernos nacionales y municipales en los que se producen.

La historia nos cuenta que en el siglo XIX los venezolanos también atravesaron esas latitudes acompañando a Bolívar y los suyos en la tarea de liberar a los pueblos sometidos por el imperio español. En todo el recorrido desde Caracas a Ayacucho quedaron sembrados los muertos venezolanos, y los que no murieron regresaron a su patria sin exigir privilegio ni recompensa alguna. Es cierto que desde aquella gesta han transcurrido dos siglos y que hoy esas hazañas parecen haberse diluido frente a las necesidades del presente. Pero ocurrieron, y sus resultados están a la vista en la existencia de Colombia, Panamá, Perú, Ecuador y Bolivia, cuyos gobiernos se han portado bastante bien ante las erupciones de xenofobia que ocasionalmente han tenido lugar. Sin embargo, hay que reconocer que así como hemos exportado profesionales, técnicos y trabajadores calificados, también se han colado las manzanas podridas que son parte dañina pero integral de cualquier sociedad.

Países como Argentina y Perú han abierto sus puertas y flexibilizado la tramitación de los permisos de residencia, trabajo e identificación. Estados Unidos, siendo un destino favorito de nuestros emigrantes, no ha dado hasta ahora señal de comprensión del movimiento emigratorio, pero al menos está recibiendo peticiones de asilo político las cuales resuelven con exceso de parsimonia. Europa acoge a quienes exhiben pasaportes comunitarios, pero no ha sido muy generosa con quienes provienen de las mismas tierras donde sus propios antepasados fueron a buscar y encontraron sosiego y éxito. Así también es el mundo.

Quien se ha portado sangrientamente mal es el gobierno venezolano poniendo toda clase de trabas desde el dificultamiento malicioso para la obtención de documentos y su legalización, las dificultades en las representaciones consulares, incluido el traslado del consulado desde Miami donde está la mayor cantidad de venezolanos para Nueva Orleans, a más de 1.000 kilómetros de distancia, dificultades con los pasaportes y demás inconvenientes destinados a hacer aún más gravosa la decisión de haber emigrado.

Dejando de lado la consideración humana precedente, es menester tomar conciencia de la pérdida de recursos humanos de altísima calificación que una vez encaminados en sus nuevos destinos difícilmente se vean inclinados a regresar a un país devastado en el que hay que recomenzar por la reconstrucción.

Se habla de cifras no determinadas con exactitud, pero cuyas estimaciones rondan entre los 2 millones y los 4 millones de compatriotas emigrados. Sea una u otra la cifra exacta, la misma se ubica en dimensión de desgracia para la República y es evidente que la reparación del daño no será de la noche a la mañana.


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