Por solicitud, reproduzco este artículo escrito meses atrás.

Pasa el tiempo. Los días, los meses y los años se van y vuelven con nuevos nombres. La vida es una apuesta diaria que termina con la muerte. Pasan sueños y ambiciones por la mente y el corazón de los hombres. Pasan luchas y estremecimientos agrietando la faz de la tierra. Pasan los astros con su magia sideral por el espacio. Pasa el viento que trae el canto de los pájaros.  Pasa el olvido amurallando la palpitación de las cosas.

Pero no pasa nunca el recuerdo de la madre y del padre. Siempre vivos en el recuerdo perenne. Ella: Acacia Mata Armas de Canache Díaz. Él: Jesús Canache Díaz. Fue en Píritu, estado Anzoátegui, donde comenzaron sus andaduras de luz.

El 22 de junio, que acaba de pasar, fue el cumpleaños de mi madre. La memoria se emociona recorriendo otra vez el camino. Su mano que me despedía desde la puerta de la casa a la hora de partir para la escuela, y aquellas mariposas que alzaban su vuelo asustado desde los pozos de lluvia de las calles del pueblo. Su desvelado afán anual para que la fiesta patronal del 8 de diciembre me encontrara luciendo ropa y zapatos nuevos. Sus ojos alumbrándonos como velas encendidas cuando juntos marchábamos en medio de la muchedumbre de las procesiones de Semana Santa. Y aquel santo regaño cuando los hermanos fuimos puestos en fila, y preguntaba quién  le  había hurtado unos centavos   que  había dejado en la repisa de la lámpara de  carburo –todavía Píritu no tenía el servicio de luz eléctrica- y, al dar yo un paso al frente confesando mi culpa, me dio tres palmetazos  en la palma de una mano, diciéndome: “¡el dinero ajeno no se coge!”. La mejor lección recibida en toda mi vida, que sirvió de guion para mi actuación de hombre público.

El domingo 19 de junio celebramos el Día del Padre. Y yo recordé que fue él, mi padre, quien me llevó por primera vez a conocer el mar en Puerto Píritu, quien me enseñó el nombre de los árboles del campo, quien me hizo tocar las piedras gloriosas de las ruinas de la Casa Fuerte en Barcelona, quien aplaudía al contarle mis primeros discursos que dije en las asambleas estudiantiles de la capital anzoatiguense.

Vaya una anécdota. Conversaban mi madre –carácter ejemplar y dominante– y mi padre –talante sencillo y conciliador– sobre algún tema, y en virtud de que ella insistía en imponer su punto de vista, yo le pregunté a él, a mi padre, por qué, teniendo caracteres tan distintos,  se habían casado, y recibí esta respuesta: “¡Qué iba yo a saber que aquella novia era una fiera!”. Todos estallamos en una risa colectiva.

En Caracas concluí mis estudios de bachillerato y emprendí mis estudios universitarios. Mis afanes políticos adquirieron otra dimensión. Y cuando en el año 1955 la dictadura de entonces, la de Marcos Pérez Jiménez, me condenó a prisión, los dos –madre y padre– asumieron la prueba con valentía impar. No se empequeñecieron ante la transitoria adversidad. Los domingos me visitaban en la Cárcel Modelo de Caracas, y cuando se despedían al irse, me parecía que yo me iba con ellos y me sentía libre de nuevo. Después, en el destierro de México o de España, recibía las cartas de mi madre, el papel no estaba humedecido de lágrimas, sino cubierto con aquellas grandes letras suyas que me entregaban –además de su amor inmedible– ánimo y esperanza para perseverar en el combate.

¡Cómo recuerdo aquel gozo alborozado que les vibraba en los ojos cuando me recibieron en Maiquetía al regresar a la patria liberada! Siguieron 40 años de actividad política en democracia y libertad. Hace más de cuatro lustros volvió la oscuridad.

Próximo a cumplir los 95 años de edad, ya en el crepúsculo de la vida, cuando se acerca la hora del adiós definitivo, me enorgullece poder decir que, al final de una dilatada actividad política, salgo de ella con las manos limpias y sin recursos materiales, afortunadamente asistido por la ayuda familiar. Honra y pobreza. Y, ¡mi pobreza es mi mayor riqueza!

 


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