En tiempos de detenimiento e incluso de notorio declive para la danza escénica profesional venezolana, resulta pertinente, sin embargo, abordar el tema de la educación en esta disciplina, que no es una sola sino muchas a la vez, ámbito al parecer indetenible que, aún hoy, ofrece estimulantes resultados.

La formación de un bailarín supone una carrera de largo aliento y una planificación asumida desde el rigor y la excelencia. El arte del movimiento, cualquiera que sea su manifestación, no admite medianías si en verdad busca la trascendencia. Sus distintas expresiones requieren de intérpretes disímiles en sus particularidades y complejidades. Nada más distinto, en medio de sus semejanzas, que un bailarín de danza tradicional teatralizada, uno de danza académica –el denominado ballet clásico– y otro de danza contemporánea. Un aparente mismo cuerpo los unifica, pero las distintas visiones que de él se tienen establecen una diferencia definitiva. Se trata de modos de pensamientos y posturas existenciales absolutamente diferenciadas, lo que no contradice remarcar sus coincidencias.

La educación de un bailarín debe tomar como punto inicial las muchas consideraciones sobre lo corporal acumuladas durante siglos, y las codificaciones estéticas de ellas surgidas. Formar a un intérprete significa moldear un todo indivisible, conformado de espíritu y potencialidades físicas. De la esencial libertad del hecho creador deben emanar los procesos de enseñanza en la danza, independientemente de su género, estilo o tendencia.

La educación en el movimiento, históricamente, ha representado un espacio complejo en su abordaje. El rasgo fundamental se encuentra en la llamada educación no formal, es decir, en los estudios no academizados, que contribuyeron a la configuración de la danza profesional. Dentro de estas escuelas y centros de formación se han canalizado talentos, solidificado vocaciones y forjado creativa y técnicamente contingentes de talentos –bailarines, coreógrafos y maestros– de reconocido desempeño mundial.

Los caminos de la formalización o quizás mejor del reconocimiento académico han llevado consigo esfuerzos valorables en la discusión de teorías y diseños curriculares, planes y programas de formación, perfiles de ingreso y egreso, estrategias de aprendizaje y evaluación, aplicables a las distintas realidades de la danza, así como consideraciones acerca de sus conexiones con otras áreas del quehacer creativo, atendiendo a concepciones de interdisciplinariedad, multidisciplinariedad y transdisciplinariedad que, cíclicamente, retoman su boga. En algunos contextos sociales, la formación academizada en danza ha buscado abordar una estructura sistémica de enseñanza, de forma tal de engranar la educación elemental con la media y la universitaria.

Cualquiera que sea la consideración, la educación formal y no formal en la danza constituyen hechos complementarios, nunca contrarios o excluyentes. Ambas maneras pueden coexistir e interactuar como base fundamental de la formación. La síntesis entre los valores de una escuela de formación artística y los de un centro educativo academizado representa un ideal por alcanzar. La profunda especialización debe prevalecer ante todo. Solo a partir de ella la danza podrá establecer un diálogo fluido y enriquecedor consigo, y con otros mundos posibles de la creación.

Dicho todo lo anterior, la siguiente interrogante resulta obligatoria: ¿cuántos de los actuales estudiantes de danza en Venezuela se convertirán en profesionales en su país y en qué condiciones?


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