El análisis de la situación venezolana pasa por alto el carácter dogmático y fanático de quienes manejan el poder de facto en el país. Se piensa, ingenua o maliciosamente, que quienes detentan del poder están dispuestos a sujetarse a las leyes de la democracia, de la convivencia pacífica y el apego a las normas de la civilidad. Una y otra vez, de forma reiterada, el régimen ha demostrado que no tiene la menor intención de adherirse a dichos cánones, y que, muy por el contrario, sus costos de salida infinitos no hacen más que garantizar que vivirán y morirán por su credo revolucionario.

Porque las revoluciones que buscan instaurar el socialismo real precisamente evidencian nuestro padecimiento, y no hay socialismo real que no haya decantado en los sufrimientos que hoy padece Venezuela. De allí que no haya informe de la ONU que valga, no hay diálogo que importe. La agenda de sostenimiento en el poder continúa, más allá de la indignación que causen las actuaciones de los revolucionarios en el ejercicio del poder, más allá de la constatación de que se violan derechos humanos, más allá del reiterado rechazo retórico y de galería de la diplomacia internacional. El régimen tiene clara su ruta: de aquí no nos saca nadie. Nos mantenemos en el poder, cualquiera sea el costo.

Subestimada la fuerza política del chavismo, una y otra vez ha salido victoriosa. Y ha salido victoriosa porque ha sabido surfear el desdén del orden y los principios de la democracia liberal, y en su cálculo nunca ha faltado la medición de lo necesario para garantizar su permanencia en el poder. Aunado a ello, la dirigencia opositora, presa también de su dogmatismo socialista, ha sido incapaz de deslastrarse de un modelo vetusto y destructivo, limitándose a decir que los problemas son instrumentales. Que el verdadero socialismo es otro, que el Estado gentil y paquidérmico sí puede ser administrado eficientemente por ellos, por lo que no es el sistema sino quienes lo administran lo que está mal. Craso error.

La limitada alternativa liberal también se encuentra presa de su dogmatismo. Y en medio de su fanatismo se ha visto imposibilitada de dar una lectura acertada de las circunstancias que circundan al país. Y si bien los liberales deben ser provocadores, retadores del status quo, en algún punto deben querer y desear alcanzar el poder. ¿Qué sentido tiene defender ideas que no pueden desarrollarse desde las posiciones del poder?, ¿cómo se detiene al socialismo si desde el poder no se ejercen ideas proclives a la libertad? Desde luego, el debate en torno a este punto es complejo, pero no por ello debe dejar de darse. Y con ello, también se tiene que dar la discusión de cómo conquistar a un electorado mayoritariamente estatista con un discurso fundamentado en el poder del individuo, los beneficios del mercado y la ventajas de una sociedad abierta.

Por todo lo anterior, es difícil pensar en un panorama promisorio para Venezuela en el corto y mediano plazo. Maduro y su equipo han decidido demostrarle al mundo, especialmente al Occidente, su capacidad de resistencia en las condiciones más adversas. A ello hay que agregarle las concesiones fácticas de tímida apertura que desde el poder se le ha venido dando a la economía. De forma peculiar, limitada y poco ortodoxa, pero apertura al fin. Sus efectos están por verse, y con ello, su impacto sobre la calidad de vida de la población. Entretanto, como parias del mundo, los venezolanos se reinventan adaptándose a su propia miseria, sin cambios notorios en el porvenir pero con una agenda política cargada de mucho aire y retórica vacía.


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