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Doña Amalia Gonzalez Caballero de Castillo Ledón, primera mujer embajadora de México

Un oficio minucioso, de formidable y destacada trascendencia, es para muchos el ejercer las 24 horas del día como diplomático; desempeñar funciones en la defensa de los intereses del país y en nuestro caso, de los mexicanos que precisan respaldo y apoyo en el exterior, es uno de los más altos privilegios –esa es la palabra más precisa y adecuada, sin retórica alguna–.

Sí, tener la fortuna de pertenecer al Servicio Exterior de nuestro país, además de significar una honra reservada a quienes poseen una probada vocación de entrega y disciplina, representa una de las más altas distinciones de trabajo que pueda recibir un ciudadano. Ello reclama, entre otras aplicaciones, rigor, superación intelectual, empatía, tolerancia y técnicas de negociación depuradas, así como la capacidad de incorporar al día a día la sabiduría que va cerniéndose de la experiencia.

Es imposible contener en unas cuantas líneas la opinión de uno de esos privilegiados mexicanos, que como yo, se está acercando a los diez lustros de pertenecer activamente a nuestra diplomacia; sería una tarea infructuosa tratar de contener, en un espacio periodístico, el desglose de la obra de aquellos brillantes autores que se han ocupado de fijar el universo de la práctica diplomática y de trazar la historia de la política exterior; incluida la de México, claro. 
Contamos con un cuerpo formidable de reflexiones contenidas en libros de memorias de una pléyade de mujeres y hombres que han desempeñado papeles fundamentales en álgidos y decisivos momentos, y que contribuyeron a fijar una lección perdurable de extremo rigor profesional, y a la vez, de despliegue de una humana pasión que otorga mística a una labor sui géneris y compleja, como lo es la de representar a una nación, en obediencia a los lineamientos más altos.

En el caso de México, esa tarea de llevar el mensaje civilizatorio de nuestra cultura –releyendo el formidable atributo con que reconoce universalidad a Mesoamérica Arnold Toynbee– es una suerte de pan comido. Tenemos las puertas abiertas, generosamente y de par en par, en el mundo. El influjo del talento y de la creatividad de nuestros valores es un poderoso laissez-passer

La historia de México –sus estimulantes fases y períodos nos han ido otorgando una identidad y un carácter distintivo– actúa como un elemento poderoso que respalda la ingente labor de difusión y promoción de nuestros valores, en los ámbitos de la cultura, la ciencia, el arte y la educación, por el mundo afuera. Somos dueños de un sano orgullo, legítimo en extremo, fruto de la valiente afirmación de nuestras luchas soberanas; y compartimos con otras sociedades de impulsos añejos un mensaje de renovación en el presente, y de brillante proyección en el enfoque de las preocupaciones futuras. 

Ese pasado nuestro tan enriquecedor, que mantiene la vigencia y actualización de una creatividad singular, ha sido claro producto también del cruce de otras vigorosas civilizaciones. Y hay que subrayarlo, de una apertura al mundo, en todos los renglones, que nos ha llevado en los ámbitos económico y comercial a ser pioneros de libres y ambiciosos acuerdos trasnacionales.

De allí que hablemos, con el reconocimiento válido de instituciones de indudable cosmopolitismo, de los tintes tan peculiares de nuestra extracción local; de las artes a la gastronomía; de las sofisticadas técnicas informáticas a la premiada cinematografía; de la castigada y sin embargo muy talentosa investigación científica a la excelencia de la artesanía, la danza, la música, incluida la diversa y rica tradición popular y folklórica.

Todo lo apuntado representa en el ámbito de nuestra cultura muchísimo más que la dimensión manipulable de una “marca” –palabra que me incomoda cuando se habla de la proyección de las peculiaridades nacionales– y cuyos valores tampoco se trata de “vender”, sino de compartir y posicionar con la notable relevancia de la aportación nacional que representa el esfuerzo de tantos mexicanos de ingenio, en un mundo cada día más interdependiente y por ello mismo, más atento a la extraordinaria diversidad de las tradiciones que conforman el espíritu más alto de cada uno de los pueblos.

Hablo de un legado que no solo es incuestionable, sino que ha gozado de la admiración y de franca acogida en otras latitudes. Hemos contado con el reconocimiento a personajes destacados de nuestro pensamiento crítico, y a su reflejo, plasmado en una rigurosa academia; con la creación literaria que ha esparcido su influencia mucho más allá de Iberoamérica. Y en este renglón, a riesgo de resultar esquemático, tomo la licencia de mencionar solo a algunos creadores que se desempeñaron como notables diplomáticos: Ignacio Manuel Altamirano, Federico Gamboa, Enrique González Martínez, Amado Nervo, Francisco de Icaza, Alfonso Reyes, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta, Rodolfo Usigli, José Rubén Romero, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Amalia González Caballero de Castillo Ledón, Jaime García Terrés, Fernando del Paso, Sergio Pitol y Hugo Gutiérrez Vega, entre otras valiosas figuras intelectuales que siguen irradiando su influjo creativo.

Algunos miembros del servicio exterior mexicano nos inspiramos en una mística republicana que se alimenta de una tradición negociadora surgida al triunfo del combate por nuestra soberanía. En efecto, desde los primeros momentos de la independencia se fue forjando un espíritu de afirmación nacional para mejor defender a la patria, esa casa común, a través del oficio arduo y delicado de la diplomacia –ello ha pasado por la observación y comprensión de los intereses y potenciales amenazas ajenas, y por la aplicación de un rigor y responsabilidad en las que priva una fina discreción y tolerancia–. Esos delicados intereses a salvaguardar son materia cotidiana, hilada en una labor silenciosa, las más de las veces. Sin aspavientos ni falsas presunciones, se cumplen al pie de la letra las instrucciones que obedecen al diseño de la política exterior emanada de los principios que consagra nuestra Constitución.

Es esta una breve reflexión de un tema de interés particular de interés universal y ambicioso, que merece llegar a estamentos de la sociedad poco familiarizadas con las funciones y responsabilidades de sus representantes en misiones diplomáticas y consulares. He hecho una somera mención de algunos nombres emblemáticos que dieron prestigio a nuestra diplomacia, provenientes, en algunos casos, de otras disciplinas humanísticas que la enriquecieron.

Y me excuso por no incluir detalles de otros distinguidos referentes fundamentales de nuestro quehacer diplomático, de don Alfonso García Robles y don Rafael de la Colina, a muchos de nuestros eméritos y eminentes jefes de Misión, entre los que se encuentra uno de mis más brillantes maestros (y con quien colaboré estrechamente en Centroamérica, Egipto y Brasil), el siempre recordado embajador don Antonio de Icaza. 

También resultaría prolijo mencionar a valiosos compañeros con los que he formado equipos de trabajo en una sintonía que solo es posible cuando se tiene claro que nuestros empeños obedecen a un fin colegiado; la misma meta que anima esfuerzos, supera riesgos, enfrenta desvelos, y asume cambios radicales en los planes individuales y de familia, entre múltiples circunstancias que enfrentamos quienes estamos obligados a una readaptación constante a hábitos, dietas, lenguas, ambientes, climas y en una palabra, tradiciones, diversas y hasta contrarias a las propias.
Los destinos diplomáticos forman parte de una dimensión aleatoria donde también el azar tiene un papel definitivo en la bifurcación de los caminos vitales que emprendemos. Siempre he dicho que los diplomáticos vivimos varias vidas en una. 

A esta disquisición agrego otros pocos renglones finales para agradecer el profundo sentimiento de lealtad de tantos compañeros, empleados locales de nuestras misiones en el exterior. Me refiero a quienes no siendo connacionales, y desempeñando cargas de trabajo secretariales, administrativas y otros apoyos imprescindibles, manifiestan una constante proclividad afectuosa hacia el país que también sirven.

La redacción de estos párrafos ha sido propiciada por una ocasión memorable. El miércoles 18 de abril el presidente de México, junto con el canciller y un nutrido auditorio representativo encabezó en Palacio Nacional el acto de Promulgación del Decreto que reforma la Ley del Servicio Exterior. El respectivo dictamen de enmiendas fue aprobado por el Congreso de la Unión, con aclamación y por unanimidad. Ello representa un paso significativo en el fortalecimiento institucional, y se suma a la dinámica modernizadora de los derechos y obligaciones de quienes tenemos el multicitado privilegio de defender las causas más justas y los intereses más altos de nuestro país, y no olvidemos, de los mexicanos en el exterior; sobre todo ahora, en tiempos que pensábamos ya superados y en los que surgen sombras ominosas. De modo dramático se levantan estructuras que dividen, discursos deleznables y amenazas a la paz.


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