El resultado de los comicios para elegir gobernadores el 15 de octubre no fue consistente con el ambiente mayoritario de rechazo al gobierno, su proyecto y su gestión; así lo pronosticaba el sentir ciudadano y la demoscopia. La expectativa general apuntaba a una clara victoria opositora.

El régimen, presionado por el deslave de su legitimidad democrática y por evaluar que estaban en un momento favorable luego del fin de las protestas de calle, decidió a convocar los comicios regionales.

Fiel a su vocación y a su acción dictatorial, se preparó para ganarlas sí o sí. A mediados de año Maduro, al referirse a las suspendidas elecciones, manifestó: “Habrá elecciones cuando el PSUV las pueda ganar”. Más claro, imposible.

El CNE integrado por las mismas personas ya no es el mismo, antes de 2016 no era un árbitro confiable, pero su acción irregular se limitaba a prohijar el enorme peculado de uso que cometía el chavismo en cada proceso electoral. Desde 2016 ha cruzado todas las líneas rojas posibles y se ha convertido en un impedimento al ejercicio libre del voto y en organizador de fraudes electorales. Eso ocurrió con el secuestro del revocatorio, la suspensión arbitraria de los comicios regionales y municipales, la prostituyente y el proceso del 15 de octubre. La conclusión obvia ante lo ocurrido es que con este CNE u otro integrado de la misma manera no habrá elecciones justas, libres y democráticas.

Lo anterior no exime a la MUD de los errores cometidos en el proceso, que fueron varios: subestimación del contendor, exceso de confianza en la votación espontánea, retroceso en la calidad del operativo para cuidar los votos y la incapacidad para transformar los comicios en plebiscitarios. Esos errores no fueron determinantes, pero incidieron en los resultados.

Creo que las fuerzas democráticas no pueden tener una visión estática ante los procesos electorales convocados por el régimen; lo ocurrido desde 2016 demuestra que no es indiscutible participar en elecciones porque sí –esto no cuestiona la vocación democrática de la oposición, ni la ruta electoral–, solo recomienda la flexibilidad necesaria ante un panorama complejo. Lo pertinente es siempre considerar qué es lo más conveniente a los efectos de debilitar al régimen.

Ante la inconstitucional constituyente chavista procedía no participar para contribuir a deslegitimarla. Eso fue lo que se hizo y el parapeto nació sin respaldo y condenada por la comunidad internacional. Se decidió participar, con reparos, en los comicios regionales porque eran constitucionales –es verdad que el oficialismo obtuvo una victoria política que trasciende las posiciones alcanzadas y puede tener efectos prolongados por los problemas generados en la unidad y en la perversión del voto–; sin embargo, los mismos carecen de legitimidad porque fue un proceso fraudulento y es aquí donde está la ganancia opositora.

El gobierno diseña una guerra relámpago para terminar de copar los espacios de poder, y, consecuente con la máxima de que el fin justifica los medios, convoca para el 10 de diciembre a elegir alcaldes sin que medien las condiciones mínimas, incluso son peores que las de octubre.

Creo que es correcto no acudir al proceso, no están dadas las garantías de justicia, libertad y competitividad que debe tener todo proceso electoral de acuerdo con la Constitución vigente.

Sobran argumentos y evidencias para construir un discurso denunciando el proceso y para justificar el llamado a la abstención. La propia reacción de Maduro el lunes 30, al anuncio de PJ, VP y AD de no concurrir a los comicios de diciembre, corrobora la justeza de la decisión.

No participar no significa la parálisis de las fuerzas democráticas. Es el momento de embarcarse en una campaña por la restitución del derecho libre y secreto del voto y por el cambio del CNE. La coincidencia de las fuerzas opositoras en lo arriba propuesto y la apertura de un debate riguroso y fraterno puede ser el camino para reconstruir la unidad que demanda la situación.


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