I

Quinto día consecutivo sin poder entrar en los supermercados de mi vecindario. La bodega del pueblo a la que voy a pie no ha abierto desde el 31 de diciembre. Los gochos de los camiones también agarraron vacaciones.

Los fines de semana son usualmente para el reabastecimiento de la casa. Hacer compras los sábados es una práctica común en muchos hogares de la clase media (extinguida) venezolana. A la costumbre de comprar en los supermercados hemos tenido que agregar los madrugonazos para esperar los camiones que traen pollo, carne y verduras a las urbanizaciones.

Pero estos primeros días de enero no ha sido posible ni lo uno ni lo otro. Los amigos portugueses de las panaderías están respirando un poco más tranquilos porque al régimen le dio por atacar a sus compatriotas de los supermercados. El resultado es obvio.

Frente a las santamarías de los grandes expendios de víveres se arremolina una gran turba de gente desde tempranas horas de la mañana, pero no porque vayan a “sacar” productos regulados, sino para entrar a llevarse lo que encuentre, que no es mucho. El fin de semana pasé de largo, pero ya siendo miércoles me urgía comprar aunque fuera una cebolla.

Quedarse en casa para no gastar dinero implica, como bien lo tuiteó mi amigo Luis, comerse todas las reservas. Como resultado, estoy en cero. Aunque traté de esperar pacientemente a que los dependientes del local subieran la santamaría, me fui con las manos vacías. Nos tocaría comer pan con tajadas de aire.

Estoy esperando que a algún panadero se le ocurra expender unos cuantos guacales de verduras para hacer como el dicho favorito de mi hija: contigo, pan y cebolla, porque comprar queso es impensable.

II

El toque de queda comienza aproximadamente a las 6:00 de la tarde. No busquen el anuncio oficial en ninguna red social, es un encierro autoinflingido, es como secuestrarse uno mismo.

De todas maneras, pocos locales hay abiertos después de esa hora por la zona donde vivo. Incluso, es bastante arriesgado ir al cine, ni siquiera un lunes popular. La vida se nos va reduciendo a pasar de una casa a otra para compartir una taza de café aguado (ni siquiera guayoyo) y las penurias.

Apenas estamos comenzando el año, el país está a medio despertar, pero el hampa no toma vacaciones. A cualquier hora los motorizados armados hacen fiesta con los transeúntes, con la gente que sale o entra en los edificios. Ahora hay que cuidar hasta las pocas bolsas que uno lleva con algo de comida, porque también las arrebatan.

Por allí dicen que los que trabajamos financiamos a nuestro empleador, y eso es un retrato bastante acertado de la realidad que estamos viviendo en el país. Cada vez que salimos debemos gastar más de lo que percibimos por jornada laboral. Pero la mayoría dedica su tiempo a deambular por las calles a ver si consigue algo para comprar. Ya ni trabajar se puede.

III

La vida se nos va reduciendo de a poquito. Es como si hubieran cortado las líneas de suministro de agua y de electricidad luego de un bombardeo. Donde vivo, tenemos agua solo dos horas al día, una en la madrugada y otra a las 8:00 de la noche. Es como la hora loca de las fiestas de antes (o de los enchufados); hasta las mascotas saben cuando comienza a entrar el agua y salen corriendo. En ese corto periodo hay que limpiar, bañarse, lavar.

Es muy difícil que la gente que no lo viva entienda, a menos que se le haga la comparación con un estado de sitio. Lo poco que nos queda en la capital es la electricidad más o menos constante y algo de servicio telefónico. No podemos hablar de la conectividad con Internet porque es intermitente. Ojalá que los que están afuera entiendan que si no contamos con wifi no nos podemos conectar, porque las tarifas de la telefonía móvil son prohibitivas.

Creo que va siendo hora de que entendamos que el régimen tiene tiempo enfilando sus armas contra la gente normal. Enfrentar un enemigo en casa nunca ha sido fácil. Es tu propia sangre la que decidió acabar con todo, la que decidió quitarte la paz. Eso los hace más crueles.


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