La operación política llamada “diálogo” no va para ninguna parte, a menos que se convierta en un mecanismo de cohabitación entre el régimen y un sector de la oposición. No va para ninguna parte porque el objetivo central de Maduro y sus cofrades es quedarse como garrapatas en el poder hasta el final de los tiempos (lo de abandonar en 2018 es puro tente-allá para distraer). Mientras que el objetivo de las fuerzas democráticas ha sido la salida del régimen lo más pronto posible. De allí que el diálogo que tendría sentido sería el que facilite, con los menores traumatismos posibles, el reemplazo de los que se han tomado el Estado como su propiedad particular.

Maduro ha concebido este proceso conversatorio como mecanismo para ganar tiempo. Lo ha hecho recientemente a través de tres instrumentos: 1. La mamarrachada constituyente, convertida en suprapoder que ha anulado la legítima Asamblea Nacional, y ha creado una amenaza de rostro institucional contra cualquier cosa que se mueva en el escenario contraria a los intereses del bochinche bolivariano; 2. Las elecciones de gobernadores hacia las cuales se ha dirigido un sector de la oposición con la idea de que, siendo amplia e inequívoca mayoría, la victoria avasallante es posible, sin atender al hecho de que –aparte del fraude y las trampas en marcha– el abandono del objetivo de cambio de régimen por parte de un grupo de partidos opositores ha dejado a una porción importante del país en estado de desesperanza y desencanto; tal situación puede inducir a una importante abstención; y 3. El llamado diálogo que recuerda los eventos anteriores de similar nombre que solo fueron trampas urdidas entre Maduro y la banda de los meninos, encabezada por Zapatero, destinadas a rebajar el perfil de la protesta, a apartar a la oposición del objetivo que todos –léase bien: todos– los partidos de oposición se habían planteado en memorables jornadas de rebelión dentro y fuera de la Asamblea Nacional.

Si el régimen no es tan torpe como a veces es, dando manotones y disparando sin siquiera averiguar después, mantendrá la pantomima del diálogo, hará concesiones, pero no abandonará su objetivo central, que es permanecer al mando en Miraflores. Tal ha sido la conducta desde hace 18 años: cuando tiene el agua al cuello llama a Jimmy Carter o a Zapatero –igual da–, encierra a la oposición en un diálogo y cuando la ola popular furiosa pasa por encima, deja tirados a los participantes en la cuneta.

El escepticismo no viene de los malvados antidiálogo, sino de los erráticos que lo alimentan.


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