Como se ha visto a través de la historia, en los conflictos entre fuerzas enemigas que no tienen solución a través de los propios hechos se recurre frecuentemente a la mediación de un tercero y al diálogo entre los oponentes; a los regímenes de fuerza, por el contrario, se les ha combatido siempre frontalmente, máxime si son simples tiranías; esto es: regímenes que no obedecen a ningún tipo de norma (por muy injustas que sean las de una dictadura) sino al capricho y la discrecionalidad de una persona, como ha dicho acertadamente en estos días el ex presidente Felipe González al hacer la comparación entre la una y la otra.

En su texto La política decía Aristóteles, quien consideraba la tiranía como una perversión de la monarquía, que una de las causas de las revoluciones violentas era el cambio de gobierno de quien se arrogaba el derecho de sojuzgar arbitrariamente a todo un pueblo. Existe un texto que se hizo popular después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, del politólogo de la Universidad de Columbia, Mark Lilla, llamado La  nueva era de la tiranía que ilustra muy bien este hecho, ya que se hizo pensando esencialmente en gobiernos como el de Sadam Husein.

Como hemos sostenido otras veces, para nadie es un secreto que el fracaso de los distintos organismos que ha instrumentado la oposición para enfrentar al chavismo durante estas dos nefastas décadas, se ha debido principalmente a la inmodestia que exhiben frecuentemente quienes han sido sus principales líderes y a su falta de visión a la hora de calificar al régimen que continúa sometiéndonos. Esta desorientación, sin embargo y según el profesor Lilla, no parece afectarnos  solo a nosotros, sino a todo Occidente, porque nos hemos quedado atrapados en categorías propias del siglo pasado, como las de los totalitarismos (comunismo, fascismo o nazismo) y la de democracia. Este desconcierto se acrecienta debido a la falta de términos retóricos para definir esa cantidad de regímenes propios de antiguas colonias y países subdesarrollados que exhiben patologías con las que sí estaban familiarizados los pensadores de la antigüedad, como el asesinato político, la tortura, la vulgar demagogia, los continuos atentados contra el gobernante, los estados de emergencia artificiosos, los sobornos, el nepotismo y similares. Tarde o temprano, dice este profesor, se deberá abandonar el lenguaje heredado de la posguerra y considerar el problema clásico de la tiranía; lo que no significa necesariamente que conceptos antiguos se deban importar automáticamente al presente sin más.

En este sentido, habría que decir que tanto Chávez como Nicolás Maduro –seguramente asesorados por el gobierno cubano– han sido muy hábiles al situar el problema venezolano, desde el mismo momento de las famosas mesas de diálogo del año 2003, en el plano del conflicto bélico, apelando constantemente al diálogo, a la paz y a la mediación de un tercero, cuando todos sabemos que el pueblo llano nunca ha dispuesto de armas y lo único que ha colocado en este «conflicto» han sido sus recordados mártires. Por todo ello es que el secretario general de la OEA, Luis Almagro –ese ser a quien un día habrá que agradecer todos sus esfuerzos– ha reaccionado airadamente cuando se ha enterado de que la oposición se ha ido a Noruega a parlamentar y legitimar a la tiranía.

Para finalizar habría que decir también que los que avalan este tipo de negociaciones con el régimen arbitrario y despótico que nos gobierna, el cual no respeta ni siquiera la inmunidad parlamentaria de nuestros legisladores, constantemente se escudan en el caso de Augusto Pinochet, quien dejó el gobierno chileno luego de unas elecciones, o el del franquismo, que propició una transición pacífica en España. En este sentido hay que decir que estos fueron regímenes que económicamente creían en la libre empresa y el libre mercado, y políticamente habían desarrollado una institucionalidad tan fuerte que paradójicamente permitía esas salidas legales –recordemos las palabras del jurista español Torcuato Fernández Miranda, hacedor del milagro español: «De la ley a la ley a través de la ley»–. Nada que ver con esta patochada castrista de la que somos víctimas.


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