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…Rauschenberg dice que trabaja entre las fronteras del arte y de la vida: esas fronteras, como todo mundo sabe, son movedizas. A veces las fronteras movedizas, como si fuesen arena, se tragan a Rauschenberg”. Octavio Paz

—Sabe usted que depararme con el Pompidou en el Beaubourg parisino no fue ninguna sorpresa, ni siquiera me chocó, como a muchos en un primer momento.

—¿Por qué lo dice? —me respondió un Robert Rauchenberg ya cercano a los 80.

—Porque al igual que usted, nací y crecí cercano a un paisaje marino contrastado por los intestinos de una refinería de petróleo.

—No lo había pensado, pero tiene usted razón. El edificio de Renzo Piano se asemeja más a un proyecto industrial que a un centro de arte y cultura contemporánea. Tal vez el arquitecto italiano traía en la sangre los sueños del futurismo o acabó inspirándose en las máquinas pintadas por Picabia y Duchamp.

—Como haya sido, no cabe duda de que la estética del paisaje reflejada en los tubos de gas y de vapores de Port Arthur y Ciudad Madero, prepara a cualquiera para todo en materia de sorpresas arquitectónicas o artísticas, si se quiere. Usted ya dijo una vez que en su ciudad, como lo ha sido en la mía, “era muy fácil crecer sin ver una pintura”.

Ello me explica —le dije a uno de los maestros del arte de vanguardia más célebres del mundo— que usted se haya llevado tan bien con los restos “recuperables” de basura de las calles de Nueva York.

—Bueno, la verdad la saben todos y no fue solo por el afán de innovar con materiales; es que no teníamos con qué pintar y cualquier superficie se volvía nuestra “tela blanca”.

—Es fascinante pensar que la necesidad hace al maestro, pero también puede haber habido un impulso rabioso de originalidad. Por ejemplo, la trastada a De Kooning.

—Esa fue una inspiración negacionista. Estaba inscrita en las tendencias lúdicas del siglo. Lo podría haber hecho Duchamp. Con modestia, creo que me le adelanté. Fuera de bromas, lo que hice al “intervenir” borrando un dibujo de uno de los artistas más prometedores de entonces, fue un gesto rabioso de afirmación positiva, un homenaje a la inversa al creador de esas mujeres furiosas.

—Pues ya habrá leído usted, subastaron una de sus obras en más de 40 millones de dólares, precisamente “Woman III”. Usted tampoco se quedó lejos. En Christie’s ya rompió todos los récords. Es paradójico. El joven que destruyó un esbozo de un artista consagrado lo iguala en la especulación criminal del mercado del arte. Y déjeme decirle, sin ánimos de adularlo, que su trabajo ha resultado a la larga más influyente que la obra de De Kooning.

—¿En qué se basa para decirlo?

—Es muy fácil. Usted abrió puertas a otro fresco atrevimiento. Me explico. Para un mexicano, de alguna manera más cerca de ustedes que de los franceses, su tendencia a la “recuperación” de elementos materiales susceptibles de incluirse en propuestas de arte nos ha marcado más. Y aquí no podré dejar de personalizar.

—Adelante —me dijo el maestro, sin ocultar cierta resignación.

—Mire, a mí su mundo me contagió de un deseo profundo de experimentar con toda suerte de materiales; de llegar al collage de una manera más orgánica, tal vez más actual, que los ensayos ya formales de Picasso.

—¿Quiere usted decirme que mi cabra envuelta en una llanta o mi edredón pintado le catapultaron a emular mis técnicas combinatorias?

—De alguna manera, sí.

—Explíquese mejor.

—Mire, no me lo va a creer, pero conocí su obra tardíamente. De hecho, le confieso que por aspectos de índole ideológica viví una época en la que negué cualquier importancia al trabajo plástico de los expresionistas abstractos o del pop art.

—Eso no me parece muy inteligente. Estaba usted mezclando las cosas. Ello demuestra la dificultad que tenemos entre mexicanos y americanos para conocernos realmente.

—Es verdad lo que dice y no puedo menos que lamentarlo. Lo importante es subrayar que mi primer impulso, cuando me planteé seriamente incursionar en la disciplina de la pintura, fue acercarme a usted. Y aquí es donde entra de nuevo el tema de las refinerías. Sé que no tiene nada que ver en el fondo, pero es una bella coincidencia imaginar el contexto circunstancial en que se desarrollaron nuestras primeras impresiones. Otro texano prestado de corte universal, aunque de signo muy diverso a usted, también tiene apellido alemán.

—¿Se estará usted refiriendo al pesado de Schnabel?

–Sí. Precisamente a él. Creció en la triste aridez cultural de la frontera, en Brownsville, a pocos metros de las calles llenas de baches de Matamoros, Tamaulipas.

—Pero no entiendo qué tiene que ver nuestro origen proletario-estético con nuestra obra.

—Creo que mucho. Tanto usted como Schnabel han tenido el valor de pintar sobre los restos de una sociedad marcada por el consumo desenfrenado y kitsch y han reivindicado el papel de los desperdicios, haciéndolos ingresar a un circuito económico y comercial, más allá del artístico.

—En eso tiene razón, podría habernos marcado esa cuna. Ninguno de nosotros nació viendo El Coliseo. Pero recuerde que el verdadero subversivo continúa siendo Marcel Duchamp. Para bien y para mal. Tuvo el coraje de introducir el concepto de la concepción de la creación, aunque sea redundante, sobre la obra misma. En lo particular, creo que lo hizo para abrir el debate, por un lado, y para burlarse, por el otro, del propio mercado del arte, al que abominaba de modo contradictorio, claro. El problema de Duchamp, aunque no fue su problema en realidad, han sido sus émulos. Partiendo de su rechazo a lo “retiniano” han hecho de las ocurrencias y de los desplantes banales toda una escuela muy redituable. Pero no estamos en una cátedra. Lo nuestro era más una plática que nos hiciera jugar con nuestro mutuo origen petrolero. ¿No es así?

—Efectivamente. Por cierto, cuénteme algo de su convivencia con Jasper Johns y con el propio Warhol, de quien se decía que nunca dejó de encelarse con su creciente reputación.

—Lo de Warhol se cayó por su propio peso. En el fondo es muy natural que los artistas de una generación se influencien unos a los otros. Allí tiene usted el ejemplo del reputado mallorquín Barceló. Algunas de sus mejores obras gravitan sobre el trabajo talentoso de Anselm Kiefer. Volviendo a Warhol, solo hay que ver la fecha de mi “escultura” la “Combine painting plan”; esos tres frascos de Coca-cola alados fueron concebidos cinco años antes que las famosas litografías de Warhol, y así por delante. Ya en el caso de Jasper Johns, la retroalimentación fue cosa de nuestro profundo afecto. Fui yo quien presenté su trabajo a uno de los más célebres galeristas, al grado de que Leo Castelli le organizó una muestra antes que a mí. Johns y yo recorrimos los mismos caminos durante muchos años y no me arrepiento de las coincidencias.

Huelga decir que la conversación con el gran pintor de Port Arthur nunca ocurrió y nunca sucederá: murió en su casa de Captiva Island, Florida, hace 10 años. Este diálogo se meditó frente a una de sus “combinaciones” en Nueva York. Rauschenberg fue un artista que imprimió sus más profundas experiencias interiores y todo el mundo externo que le tocó absorber, en un cuerpo de obra irrepetible; llamaba combinaciones y transferencias a sus creaciones portentosas. Había revolucionado la gráfica. Transfería toda clase de imágenes a sus papeles, objetos y telas de gran formato. Más que diseñar collage, pretendía reordenar la realidad a escala universal, de la publicidad a la iconografía budista, por ejemplo. Su mirada, captada en muchas fotografías, fue siempre diáfana. Sabía mofarse de la pose de maestro que afecta a tantos congéneres. Como verdadero artista era un ser humano sin complejos de superioridad. Cosa rara. No pude dejar de fantasear una conversación imposible con él, porque su poderoso influjo me animó a pintar y a buscar soluciones técnicas inscritas en su maravillosa órbita.

“Que en paz no descanse” su talento precursor e infatigable en el sentido artístico del mundo. Las refinerías de Port Arthur y Ciudad Madero siguen de luto, más negro que su petróleo, desde que se fue.


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