Muchos hablan, en especial el régimen madurista, de la imperiosa necesidad de reiniciar el diálogo gobierno-oposición e, incluso, de entablar una negociación entre ambas partes para resolver los problemas del país. Esa opinión se repite como un cliché, incluso por parte de gente de la oposición, sin profundizar mucho en el tema, sin analizar bien la viabilidad y la utilidad de un diálogo en las actuales circunstancias del país y las consecuencias que el mismo tendría en relación con la lucha que libramos hoy la mayoría de los venezolanos para desembarazarnos de un régimen que nos asfixia.

La oposición no tiene ningún fundamento válido para dialogar nuevamente con el gobierno, porque ya lo hizo y salió con las tablas en la cabeza. El régimen madurista se aprovechó de la buena fe de la oposición para ganar tiempo, desmovilizar la protesta popular, abolir el referendo revocatorio presidencial, seguir desconociendo a la Asamblea Nacional, diferir sin fecha las elecciones regionales, mantener a los presos políticos en prisión y no abrir el canal humanitario que se le exige para paliar la escasez de alimentos y medicinas. ¿Por qué tendría de dialogar nuevamente con un interlocutor de esa calaña?

Mucho menos podría la oposición negociar con el gobierno porque en esa materia rige el principio latino do ut des (doy par que des), es decir, hay que dar algo a cambio de algo y la oposición venezolana, como veremos, no tiene nada que dar. El régimen madurista sí tiene mucho que restituir al país. Por mandato constitucional, por respeto al pueblo venezolano y por un mínimo sentido de moralidad y decencia, el gobierno tendría que enmendar, sin esperar nada a cambio, todos los puntos señalados en el párrafo anterior, porque se trata de corregir abusos y resarcir agravios a la nación y al pueblo, que bajo ningún concepto son temas de negociación.

La oposición, como hemos dicho, no tiene nada que dar, porque lo único que el régimen querría de ella es la desmovilización de la protesta popular y eso no está en manos de la dirigencia opositora. No después de 7 semanas de movilizaciones masivas reprimidas brutalmente por las fuerzas militares y policiales del régimen y por los grupos oficialistas armados, que han dejado un saldo de decenas de muertos (50 hasta ahora), centenas de detenidos y miles de heridos. La lucha pasó a manos del pueblo, que contra todo escollo la mantendrá.

En estas circunstancias, hablar de diálogo y negociación entre gobierno y oposición no tiene sentido. Aun si la dirigencia opositora accediera a ello, tal proceder no tendría ningún efecto y sería fatal para ella porque perdería toda autoridad sobre la gente. La rebelión ya se desató y nadie puede negociar por ella. Está en manos del pueblo y será este el que decida sobre el particular. La lucha no cesará si no se resuelven los gravísimos problemas del país y eso es, justamente, lo que el gobierno no puede dar porque se lo impide su proverbial ineptitud y la índole de su dirigencia, aferrada fatalmente al castro-comunismo cubano.

La última patraña del régimen es convocar una Asamblea Nacional Constituyente amañada para “lograr la paz”, un ardid que no solucionará nada y empeorará más la situación. El gobierno lo sabe, pero se juega esa última carta, apoyada por las armas de la República, secuestradas por la camarilla militar corrupta, con la finalidad de provocar una reacción mayor que le permita dictar el estado de excepción y suspender las garantías constitucionales para rematar definitivamente al proceso de golpe de Estado continuado que ha venido ejecutando desde diciembre de 2015.

Esa es nuestra cruda realidad que terminará más temprano que tarde porque, con diálogo o sin diálogo, con la nueva o la vieja Constitución, con “gas del bueno”, agua, perdigones, muertos y heridos, la rebelión está desplegada. Podrá menguar, pero reaparecerá nuevamente con más fuerza, porque los problemas han llegado a un punto tal que la vida pierde su significación y la muerte se convierte en una opción válida para escapar del sufrimiento. Cuando se llega a ese extremo no hay nada que detenga la fuerza de la insurgencia popular, como lo demuestra fehacientemente la historia de los procesos sociales.


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