Hay semanas en las que hablar de Venezuela pudiera parecer un despropósito y una pérdida de tiempo, porque la suerte parece estar echada, y al ser testigo de acciones y hechos tan degradantes, cuando menos lo que uno puede hacer es cuestionar el sentido de muchas cosas. Al mismo tiempo, sin embargo, cuando se reposa y se observan las hechos con calma, nos damos cuenta de que dejar de escribir, abandonarnos frente al tedio, implicaría concederle una victoria al mal. Un mal que, por cierto, bastante terreno ha conquistado en nuestra patria.

De modo tal que lejos de negar la situación, debe reconocerse. No puede obviarse que la naturaleza del totalitarismo es ante todo destructiva, busca hacer añicos todo a su paso, sin fin, porque en medio de esa destrucción abona el terreno para generar los cimientos de lo que se considera el orden nuevo, que en algún momento, siempre lejano e indefinido, claman los fanáticos que llegará. Lo curioso es que esta destrucción no tiene fin. Acabará solo cuando se pongan a un lado a quienes originan el mal. De allí la tragedia que rodea a Venezuela, porque el tiempo del mal, de su expresión negadora de la dignidad, no coincide necesariamente con el de la trayectoria vital del ser humano.

Esta semana se conoció que el denominado “estado de alarma” se extendió por un mes más en Venezuela, a los fines supuestamente de mitigar los posibles efectos de la pandemia en el país. La realidad es que todo el mundo opina, tiene algo que decir, pero nadie, o casi nadie, tiene alguna certeza sobre lo que está pasando en la nación. Irónicamente, el país está sometido a una extraña censura y desinformación. Censura porque la libertad de expresión se dosifica en función de los intereses de las autoridades, aunado con el hecho de que los medios tradicionales dejaron hace mucho tiempo de informar por innumerables causas. Al unísono, en las redes sociales, vistas como el apogeo de la “democratización de la información”, uno puede buscar casi cualquier cosa, con el peligro de encontrar precisamente cualquier cosa. ¿A quién creerle en medio de tanta información? ¿Quién dice la verdad? ¿Quién miente? ¿Por qué?

No cabe duda de que los venezolanos estamos viviendo una difícil coyuntura. Se nota precisamente en las redes sociales y en los contados intercambios que pueden darse dentro del llamado distanciamiento social. No es fácil reafirmar la vida en un entorno en el que miles de personas pasan a diario horas sin electricidad, agua, Internet, servicios básicos y medios de subsistencia. La gente cuando menos se exaspera y busca drenar de alguna manera su frustración. Si a ello se le agrega la sensación de invencibilidad que rodea al régimen, en cuya narrativa se vende como un titán capaz de salir airoso de las peores situaciones, incluyendo intervenciones militares, ausencia de combustible, abatimiento de pandemias con uno de los peores sistemas de salud del mundo, pues los aparatos de propaganda terminan por desmoralizar a cualquier persona que siquiera se le pase por la cabeza adversar al poder de facto chavista.

El tema es complejo. Porque en una sociedad de descreídos se hace muy dificultoso articular cambios. Y en el fondo, dentro de las circunstancias que nos rodean, hemos perdido la capacidad de creer que realmente podemos superar nuestros reveses como país, a pesar de que tenemos una inusitada capacidad de resiliencia y adaptación para seguir adelante en nuestro microentorno. Un aspecto que debiera estudiarse con más detenimiento, puesto que permite conjeturar que el venezolano pudiera sentir una suerte de desarraigo institucional hacia la propia visión de lo que es un país, y se preocupa por lo que puede realmente manejar y tiene a su alcance. Son muchas las lecturas que pudieran darse sobre estas ideas. Las primeras, las más preocupantes, se relacionan con el hecho de que este desprendimiento del venezolano con su país desde el punto de vista institucional prácticamente conduce a la disolución de la noción de Estado-nación, con lo que en términos prácticos, más allá de lo estrictamente jurídico, bien pudiera pensarse que ese territorio llamado “Venezuela”, tiene, si acaso, el nombre y nada más, y en medio de él un conjunto de pobladores que con los recursos muy limitados intentan llevar la vida en la medida de sus posibilidades, sin mayores aspiraciones que las que pueda proveer un ambiente decadente y carente de incentivos.

Aunado con esta premisa, un tanto fatalista si se quiere, se encuentra el hecho notorio de que el Estado, sus autoridades, ya no están en capacidad de ofrecer una asistencia generalizada o de política pública para servir a la ciudadanía, por lo que esta, reducida a la condición de servidumbre de algún señor feudal tropical que domina una determinada porción de territorio, se ve forzada a encontrar soluciones ajenas al tradicional estatismo que ha rodeado a la sociedad venezolana desde tiempos inmemoriales. De la peor forma posible, en ausencia de las instituciones y el marco legal y social debido, el venezolano se verá obligado a prescindir del Estado para subsistir. Dos opciones son posibles: la primera, es que la traslación sea exitosa. La segunda, que precisamente porque el país vive un Estado de desolación y devastación generalizado, los venezolanos simplemente no tengan capacidad de aguantar este proceso adaptativo y terminen por ser protagonistas de la tragedia humanitaria más grande de la que se tenga conocimiento en tiempos modernos.

Lo cierto es que cualquier cosa puede pasar. Porque todo se halla muy inestable. Tal vez el único resquicio de le queda al venezolano para sobrellevar esta situación se halle en su espíritu, en la zona de lo místico y lo insondable. Son estas unas simples conjeturas de un artículo cuyo final hubiese deseado fuese más feliz.


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