No todos los líderes políticos que sucumben a las tentaciones del populismo, aun en sus grados más extremos, dan el paso desde una natural tendencia al autoritarismo –la soberbia, el triunfalismo, el resentimiento de suyo les domina en su pensamiento y acción– a formas exitosas de comportamiento totalitario.

La posible penetración y consolidación de prácticas antidemocráticas va a depender de la fortaleza o debilidad de las instituciones políticas, tanto como de las flaquezas sociales. Hemos visto en América Latina gobiernos populistas que, sin embargo, confieren libertades de acción a los agentes económicos, así como un mayor o menor respeto a la vigencia y equilibrio de los poderes públicos, los casos de Fujimori en el Perú, Menem en la Argentina, Morales en Bolivia, Lula Da Silva en Brasil. Pese a los excesos señalados con marcada objetividad, esas naciones lograron salir airosas de situaciones de riesgo, aunque Bolivia todavía resiente las pretensiones continuistas de su actual gobierno.

El caso venezolano tiene sus particularidades que debemos intentar comprender a la luz de nuestra experiencia histórica y realidad económica que sin duda difiere de los restantes países de la región. Al abanderado que resultó vencedor en las elecciones de 1998 se le acusaba de “autoritario”, de portador de una doctrina y de una tendencia política que causaría gran daño al desarrollo institucional y honradez del sector oficial. Su autoritarismo no solo era evidente, sino además natural en quien había sido formado en la institución armada; ese, a nuestro modo de ver las cosas, no era el verdadero problema. Además del vergonzoso comportamiento de los partidos políticos tradicionales, todo lo que pudo hacer a partir de 1999 fue responsabilidad primeramente de quienes votaron por él –aquellos que a la manera de decir de Carlos Andrés Pérez, buscaban un “vengador” que produjese un “cambio profundo y radical” en la política venezolana–, pero también y fundamentalmente de la debilidad de nuestras instituciones que sucumbieron a sus desplantes; faltó el valor personal e integridad de quienes, salvo honrosas excepciones, ocupaban entonces los cargos públicos en el Congreso Nacional y en la Corte Suprema de Justicia. A ello se añade por una parte el poder concentrado en manos del Estado propietario de la industria petrolera –la principal actividad económica del país– y unas condiciones de mercado de los hidrocarburos que asentaron elevados precios durante años. Así pues, la “ceguera” de los votantes de que hablaba el presidente Pérez, aunada con las fragilidades humanas de quienes no cumplieron su responsabilidad histórica en el desempeño de sus cargos y el espectacular incremento del ingreso fiscal de aquellos tiempos, terminaron por destruir el país hoy abrumado por la caída estruendosa de las instituciones del sector público y la miseria que envuelve a sus ciudadanos. Dicho esto, habría que añadir algo más, tan nocivo y perverso como lo anterior: el saqueo del erario público, allegado de los excesos autoritarios y de las blanduras morales del “vengador” y su séquito de acompañantes y aprovechados de toda especie.

Pero ¿adónde nos lleva esta discusión? Se habla con insistencia de un gobierno de transición, de un programa económico que saque al país de la miseria y carencias generalizadas, de una reinstitucionalización que debe abarcar todas las funciones gubernamentales, tanto como legislativas y judiciales, todo lo cual es prioritario y debe atenderse con prontitud. Pero ese necesario rescate nacional debe cuidar no solo las formas, contenidos y procedimientos a emplear, sino también la escogencia y aceptación de las personas llamadas a revitalizar la confianza de los ciudadanos, a reedificar la integridad en el ejercicio de la función pública y sus alianzas con los particulares. La naturaleza humana es como es y no la podemos cambiar; el oportunismo de los de siempre querrá una vez más abrirse espacio en la nueva composición de los poderes públicos. Ya empieza a percibirse el descaro de quienes sinuosamente –desde la política o la iniciativa privada– se aproximan a los posibles núcleos del nuevo poder político, tránsfugas de oficio y prontuario bien conocido, aquellos que han sido cómplices del inmenso desfalco de que ha sido objeto el tesoro nacional.

El asunto es que si bien siempre han existido los oportunistas, aquellos que se acercan a los gobiernos para recibir prebendas y beneficios materiales que suelen compartir con funcionarios inescrupulosos, nunca se había causado tanto dolor al pueblo venezolano; no tienen perdón ni los agentes del gobierno que concede, ni los beneficiarios y cómplices del festín sangriento que ha depredado al país en lo que va de siglo. Venezuela necesita de sus mejores hombres, de los más competentes, honestos, virtuosos e ilustrados para acometer las delicadas tareas de rehabilitación nacional. Pero también es preciso denunciar, en el sentido cristiano de la denuncia –no estamos hablando de procedimientos acusatorios ante organismos jurisdiccionales–, esas conductas moralmente reprobables que no deben pasarse por alto.

Ya es tiempo de hacer sentir a los culpables y sus colaboradores el repudio de quienes quieren limpiar la casa para vivir y progresar honestamente. Algo que nada tiene que ver con la necesaria reconciliación de todos los sectores sociales, políticos y profesionales; que cada quien asuma sus responsabilidades y las consecuencias de sus actos, ahora y luego de la transición, cuando esta llegare a ocurrir. De lo contrario, no vamos a avanzar en la recuperación de un país que traiga esperanzas y reunifique a la familia venezolana, ni habremos aprendido la lección que nos es dado asimilar y practicar como sociedad nacional.


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