Decidle al general Monagas que mi cadáver lo llevarán, pero que Fermín Toro no se prostituye”

En una república sería impensable que un dignatario público desconociera el mandato de un tribunal que le reclama comparecencia y eventualmente lo sometiera a juicio. En Venezuela, el esfuerzo para construir una república civil supuso décadas de sacrificios y de enseñanza para lograrlo. El difunto y sus epígonos la echaron por tierra y la maculan a diario.

Nuestra historia registra múltiples episodios en los que la estructura republicana fue puesta a prueba y el reciente presente es un ejemplo más del combate que esa construcción ética libra para sostenerse en medio de tensiones y cataclismos a los que el cinismo y la vileza de los actores del teatro humano someten a sus parámetros y referencias ordenadoras. Lamentablemente, acontece que algunos son artífices felones de la búsqueda de un dominio sin otra consecuencia que sus frivolidades concupiscentes.

Paralelamente, conviene recordar qué significa un juicio y me refiero, bien sencillo, al tránsito procesal y judicial que un sujeto de derecho cumple; es un examen de la conducta de aquel que, conscientemente, se hizo digno de cuestionamiento y eventualmente imputación. El juicio sigue un procedimiento y se ha de ventilar mediando una normativa previa y un ente con cualidad para conocer el asunto. Es un episodio existencial siempre gravoso, pero inevitablemente pertinente en una sociedad civilizada.

Varios siglos atrás, en la vieja Inglaterra, los legisladores tenían también a su cargo pronunciar un dictamen sentenciando un asunto sometido a su consideración y valoración, trascendiendo así la perspectiva del que hace la ley decidiendo, elucidando una materia que daba lugar a dudas y confusiones. Una de esas ocasiones inició nada menos que el control constitucional de las leyes, en la secuencia que protagonizó el parlamentario Coke sobre un caso que le toco atender, The Bonham’s Case.

Pero todavía recuerdo las palabras del presidente Pérez al ser sometido a juicio por la Corte Suprema de Justicia, aquel 20 de mayo de 1993, con relación al episodio de la disposición irregular de fondos relativos a la partida secreta. Como quiera que presidí la Comisión Especial de la Cámara de Diputados del Congreso de la República que conoció de la cuestión y produjo el informe que el fiscal general llevó a la instancia judicial, puse toda mi atención en cada detalle y confieso que me aturdió escuchar a Pérez decir: “Hubiera preferido la otra muerte”. Regresé a mi oficina y revisé cada elemento pertinente, como si aquel lamento pesara tanto en mi corazón y mi conciencia que no me dejaría dormir; salí en la madrugada, solo después de volver a leer y cotejar los distintos componentes del informe y concluir su procedencia.

Se ha escrito y criticado el proceso que llevó a juicio a Pérez e incluso se ha novelado, pretendiendo una denuncia que advertiría maniobras de los compañeros de Pérez y de Acción Democrática como partido de gobierno. Se especuló y afirmó que aquello fue una tramoya sórdida para saldar rencores y odios contra el hombre y el poder que representaba. Juro ante Dios y por mi alma que mérito para ese informe y sus derivaciones hubo, aunque admito que los hombres públicos sienten a menudo que el tribunal que en justicia les concierne es el de la historia y recomiendan su propia absolución; así evocamos a Fidel Castro y vienen a mi memoria Luis Castro Leiva y sus notas al respecto. 

Hago reminiscencia a propósito del drama que el país vive, con la solicitud de antejuicio de mérito que presenta ante la Asamblea Nacional el Tribunal Supremo de Justicia en el exilio y ante denuncias de corrupción y no precisamente de malversación de fondos públicos. La corrupción internacional de Odebrecht, célebre por doquier, también dejó sus huellas en Venezuela y así lo denuncia la fiscal general, también en el exilio, como por cierto deambulan varios millones de venezolanos autoextrañados por el fracaso y el desastre que convirtió al país con mejores condiciones macroeconómicas del continente en una sociedad mísera, endeudada, enferma, sedienta, hambrienta, desesperanzada y avergonzada de sus instituciones,  y de sus mujeres y hombres escogidos para el desempeño de las más altas magistraturas. 

No se le escapará, como se ha repetido, a los conciudadanos que no se trata de una trama que se desenvuelve en la normalidad de un Estado, con respeto a la Constitución y a la ley, y con entes regulares servidores de sus propósitos y atribuciones. Han quebrado la normalidad normativa al abatir a la república y han instaurado un régimen de facto que conspira a diario contra la nación y sus valores, sus recursos y su futuro. Pero hay un juicio ante el mundo que concierne a quien le ha groseramente fallado a la patria y ha contribuido como pocos a su descalabro. 

La Asamblea Nacional es otra víctima del salvajismo del poder cívico militar que sostiene al régimen, convertidos nuestros militares en pretorianos de un poder que asemeja a Nerón y sus cómplices. Digo nuestros, porque lo son, aun cuando parezcan enemigos del país y enajenados de no se sabe cuál perniciosa y ominosa membresía. El secuestro de nuestra institución militar ha comprometido nuestra soberanía y nos ofende a diario. 

Esa Asamblea Nacional que carece de todo lo necesario, sin pago de sus integrantes, perseguida y agredida por la piara de alienados o esbirros pagados que la rodea, ha sobrevivido por el compromiso moral de sus componentes. quienes, además, no son precisamente respetados y aceptados por muchos de sus compatriotas y no se les reconoce, que se juegan la vida para sesionar y asegurar la representación nacional. 

¿Quién sabe, luego del valiente voto del martes pasado, cuál será la represalia que el energúmeno dispondrá para saciar su amargura? Pero la Asamblea Nacional ha cumplido en esta oportunidad. Alguien dirá que no logró otros objetivos que se esperaban de ella y diré que es verdad, pero se la jugaron unidos y resalto, unidos sin excepción; ese gesto de retorno de la unidad, que destacó por cierto el analista Jesús Seguías, merece una mención especial.

La ciudadanía que puede expresarse y con comprensible angustia producirá twitteros y mensajes inconformes, y en un par de días estaremos de nuevo en la cotidianidad de la agonía en la que vivimos muriendo unos de hambre, enfermos otros y frustrados la cuasi totalidad porque Maduro sigue usurpando el poder y se pretende reelegir; pero hemos vuelto a la confrontación, al duelo de las voluntades, a la puja por la libertad y la reconquista ciudadana de la soberanía perdida.

Dirán que ese juicio es ilegal, inconstitucional, irregular que no sirve para nada y los conciudadanos como basiliscos lanzarán llamaradas por la bosa o por el celular, pero me permito al respecto ensayar una inferencia, una constatación quizá. Maduro y lo que él representa son reos no solo de la justicia del TSJ en el exilio o de la Corte Penal Internacional o de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, sino de ese tribunal de la historia al que alguna vez se refirió Hegel y también Hannah Arendt y caminan hacia una condena inapelable. 

Paciencia ciudadanos que Fuenteovejuna en versión criolla se hará representar y como dijo tantas veces, disculpen el coloquio, Héctor Lavoe: “Todo tiene su final, nada dura para siempre”.

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@nchittylaroche      


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