Gente exhausta, con la vista clavada en el suelo, preguntándose por la vida, la de verdad…, porque no puede ser que sea solo eso… Al ópalo negro, de la boca del dolor, viene el lobo estepario: “He apagado mi vela con un soplo. Por la ventana abierta se introduce la noche, dulcemente me abraza y me permite ser como amigo o hermano. Enfermos ambos por igual nostalgia, lanzamos sueños aprensivos y hablamos quedamente de los viejos tiempos en el paterno hogar”.

Entre las estrellas notaba mis derrotas encontradas desde que me fui, porque el sol huyó para siempre. Y era abril, ese mes, el más cruel. Aquella noche estrellada a mis lágrimas, llamaba por todos aquellos errores que ni sabios conocen. Al mirar el cielo recordaba todas las tristezas que lamentaba. Aquel cielo estrellado era un regalo pesado. Mi mente me decía: “No llores, amada mía”. Pero por qué no hacerlo, si solo me recuerda el mal que me han hecho.

Entre lágrimas aprendí que las estrellas no son para mí, pero es imposible no mirarlas porque llaman a ojos sin llamas. ¿Decidme si el amor es dulce o amargo? Decidme, ¿la soledad es pasajera? ¿O es eterna? Decidme, si el temor es nocturno o es madrugada. ¿Decidme si la noche es negra y el día es azul? Decidme, ¿quién es Dios y dónde está? Decidme, ¿si a la Luna no la quema el Sol, por qué se oculta de sus rayos? Decidme, ¿por qué nacemos para luego morir?

¿O solo queda esta fosa, la luz de una sepultura y la canción de mis losas? ¡Revolución! Veintidós años… ya olvido la dimensión de las cosas, su color, su aroma… Decidme, ángeles del séptimo sello, ¿cómo es el eco de las trompetas del Apocalipsis? Las tinieblas escuchan el clamor del abismo, la tremenda garganta del dolor infinito. Un cometa lejano sobre los precipicios; oscuridades anchas bajo las que vivimos. Aires negros que son montañas de barrotes, esos donde están los cuerpos, de aquellos que gritaron.

Melancólico ruido del mar, las olas murmuran, y fatuos, rápidos fuegos entre sus aguas fluctúan. Del mustio agorero búho el ronco graznar se escucha, abre el ojo de las tumbas. En la absoluta oscuridad, nublada está la senda que me permita regresar y encontrar tus verdes ojos. Reflejos de luz de hierba, y sea su titilar el que guíe mis pasos en el camino oscuro y perdido, y llegue a ti por la senda iluminada.

Qué indiferente le resulta al germen patógeno destruir una brizna de paja o un cerebro. Decidme si es lo que cae sobre la misma tierra. El omnímodo poder, burlado con estos versos de Shakespeare: “Imperioso César, muerto y vuelto ciénaga, tapa un agujero para mantener alejado el viento”. Para que las aves no puedan rayar el cielo. Decidme el color de la luz en la paleta de Cruz-Diez.

Decidme cómo muere la noche, y el lento amanecer se arropa de silencio. Decidme cómo es la mariposa solitaria que cruza el húmedo paisaje. Decidme cómo es el beso de una mujer. Dadme el nombre del amor: no lo recuerdo. ¿Aún las noches se perfuman de enamorados con temblor de pasión bajo la luna?

Decidme cómo es un árbol. Decidme el canto de un río, cuando se cubre de pájaros. Habladme del mar. Habladme del olor ancho del campo. De las estrellas. Del aire. Recitadme un horizonte sin cerradura y sin llaves como los cofres de la princesa, en la noche 1002. ¿O solo queda esta fosa, la luz de una sepultura y la canción de mis losas?

Veintidós años… ya olvido la dimensión de las cosas, su color, su aroma… Escribo a tientas: “el mar”, “el campo”… Digo “bosque” y he perdido la geometría de un árbol. Hablo por hablar de asuntos que los años me borraron. (No puedo seguir: escucho los pasos del funcionario).


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