La planta insolente de Román Chalbaud será recordada como uno de los símbolos del derrumbe del chavismo. Es una involuntaria manifestación de su decadencia y la de una generación de autores, vendidos al gobierno, quienes fueron superados por la historia y abrazados por la flama del oportunismo político.

La crítica envilecida y complaciente celebra los despropósitos y desmanes de Román. Justifica sus acciones de propaganda. Nada o poco profundiza en su desprecio por el profesionalismo y la inteligencia del espectador.

Solo puede seguir dirigiendo bajo el amparo y la complicidad de la Villa del Cine. En otro contexto sería una empresa suicida producirle un largometraje grotesco como La planta insolente. Todo el cinismo y la hipocresía moral del realizador se resumen en ella. 

¿Una propuesta de comedia? ¿En serio?

Déjenme explicarles por qué la cinta no es divertida.

Primero, supone la nueva entrega de la fase superior del culto a la personalidad, impulsada por la gestión audiovisual de la dictadura, con el exclusivo fin de apuntalar el actual proyecto de represión ideológica del Zar Nicolás, a costa de la bancarrota económica de sus esfuerzos inútiles.

Tarea soberbia y terca de imponer al público una serie de biografías zonzas y edulcoradas, de libro de texto del Minci, para fracasar en la competencia del mercado endógeno y sufrir el revés de la taquilla.

Vimos La planta insolente en una sala vacía. La quiebra financiera y el desfalco a la nación representan dos constantes de la obra contemporánea de Román Chalbaud. Alrededor suyo coexiste un negocio de producción de chatarra comunista, ensamblada con despojos de la peor televisión cultural.

La rosca de Román recibe dinero del Estado a discreción y a dedo, luego lo invierte en ejecutar estatuas camufladas del comandante extinto, posteriormente el despropósito se presenta en la cartelera y apenas recauda un porcentaje mínimo del presupuesto.

Por eso asiste a Miraflores y aplaude contento al autócrata más aborrecido de la historia del país. Delirante afecto por los gendarmes innecesarios y los caudillos desahuciados.

No tiene un pelo de tonto. Escenifica un papel, un personaje. En el fondo, él desempeña el rol del intelectual leal y lamedor de la bota del Gorila, porque no quiere terminar sus días como la infame creadora de El triunfo de la voluntad. Pero así será.

Cumplo con el deber de notificar el spoiler. El futuro no absolverá, no perdonará el momento de locura de Román Chalbaud, empeñado en cincelarle esculturas móviles, dedicadas al panteón de la rancia boliburguesía. Farisea, por tanto, su mirada izquierdosa de la aristocracia criolla, proyectada en el mamotreto de La planta insolente, en la que la élite tienta al Cabito con mujeres, riquezas, guisos y corruptelas. Inconscientemente, el filme expone a la casta de Los Sopranos rojos rojitos, siendo embelesados y gratificados por sus socios viles de la comunidad internacional.

A la mitad de la función pasamos del asombro a la completa estupefacción al comprobar el descuido en cada apartado de la ficha técnica. La gente seria no se retrata en el bodrio de Román.

El casting es una metáfora del sistema burocrático instrumentado por Maduro: da igual si usted desconoce el área de experticia, lo fundamental es demostrar su fidelidad indestructible hacia el Plan de la Patria. Ahíentran en acción los extras, los enchufados, los parásitos y los seudointérpretes del elenco, liderado por secundarios de los canales cerrados o comprados por el chavismo.

Roberto Moll no pega el acento andino. A veces habla como charro. En otras suena a forzado imitador del gentilicio gocho. Lo demás es de una caricatura actoral impresentable. Cuando sale el gordo de Bob Esponja pegando gritos, acabo por tirar la toalla y morirme de la risa. Igual el chiste involuntario dura escasos segundos.

Román Chalbaud filma horrible con unos encuadres primitivos de Ferdinand Zecca, unas pretensiones de montaje a lo Eisenstein en Acorazado Potenkim y unos efectos especiales tipo de la franquicia Sharknado. Dólares botados a la basura los del CGI. Engordan los bolsillos de la red especuladora de Román, un bachaquero creativo del régimen.

Para subrayar las dizque alucinaciones culposas del protagonista, álter ego de Chalbaud, explotaron unos filtros amateurs como de Snapchat. La idea pedestre se entiende a los segundos. Sin embargo, redundan en el tema durante varias secuencias prescindibles. Un miope de la provincia detectó un instante sublime o irónico en la escena del baile. Embuste. Es parte del decorado acartonado del sainete populista.

La escritura manipula con el drama, el argumento y la relación entre pasado y presente. Movida clásica de la máscara del poder. Se censuran las conocidas andanzas putañeras de Cipriano Castro. Las atenúan con una puritana alusión a su colección de abanicos de amantes en una escena de celos, como del canal Pasiones.

Con un tablero de Risk y unos barquitos llenos de post-its, el supuesto estratega coordina el épico despliegue de la resistencia naval, para defender la soberanía ante la embestida de la flota imperial. Barajitas para halagar a la corte de Maduro en su campaña de reafirmación nacionalista. Publicidad para el pote de humo de la “guerra económica”.

Un niño con una honda encarna a la típica simbología de la pluma cursi y pavosa, con aires de didactismo poético. Una bobada en realidad. Se le sale el tiro por la culata, como el subtexto del guion.

Cipriano Castro queda solo y abandonado, a merced de los delirios, soñando con la libertad en una isla, cual enajenado. Quizás un anticipo del destino de Maduro y sus compinches del mar de la infelicidad. ¿Cuba los espera?  

Ya los empezaron a traicionar. Resta saber quién se les volteará como Juan Vicente Gómez en las FAN.

Si quieren descubrir el triste final de la quinta república, vean La planta insolente, autopsia del chavismo.


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