En la secuencia latinoamericana de varios triunfos electorales recientes –y muy pendientes de los resultados de la segunda vuelta en Brasil el día de hoy– son en parte comprensibles los temores regionales a “otra marea rosa”. En efecto, el ascenso de gobiernos de izquierda en la primera y parte de la segunda década de este siglo es recordado especialmente por el legado de los de tonos más rojizos: los que produjeron los más graves daños a sus países.

Ahora bien, frente a los temores presentes no sobra recordar, para comenzar, la diversidad de tonalidades de aquella marea. En su lado más oscuro, estuvieron los gobiernos que violentaron el principio de alternancia y el Estado de Derecho que los llevó electoralmente al poder, como Chávez en Venezuela, Ortega en Nicaragua y Morales en Bolivia; sin contar a Cuba, donde la alternancia no existe y gobierna la ley del Partido Comunista. También en ese “oleaje” estuvieron los que, aun no violentándolos frontalmente, se mantuvieron presentes presionando con intransigencia por su influencia y retorno, con todos los recursos a su alcance (como Cristina Kirchner en Argentina y Correa en Ecuador). En el conjunto de tonalidades más claras estuvieron los que se sometieron al imperio de la ley, respetaron la alternancia y así asumieron su papel como oposición (como en Chile, Brasil, Uruguay y Paraguay). Era lo que habían analizado intelectuales como Nicolás Bobbio  en su revisión del sentido de izquierdas y derechas -ambas en plural– al término de la Guerra Fría. Desde Venezuela, cuando subía la marea regional, Teodoro Petkoff describía dos izquierdas: la borbónica y autoritaria del lado más rojo y la más moderna y democrática del más tenue. Tales divergencias en la marea no impidieron acercamientos importantes en asuntos de interés común. Estos fueron especialmente alentados por la afluencia de recursos del boom de exportaciones y precios de las materias primas, y por las posiciones de rechazo a las ambiciones de política exterior de Estados Unidos: sus tácticas en la guerra contra el terrorismo, las ineficiencias e inconsistencias de la guerra contra las drogas ilícitas y la intervención y guerra en Irak. Mientras tanto, también crecían las reservas y los rechazos ante la propuesta estadounidense de libre comercio hemisférico. Además, sin suda, fueron muchas las contribuciones que a la subida de la marea hizo la llamada petrodiplomacia venezolana –con sus fondos y trasfondos, grandes y opacos– que tanto sirvió al debilitamiento de las críticas y al aliento de silencios y omisiones ante la pérdida de la democracia en Venezuela.

Ahora son otras las condiciones y mayores los peligros. Se trata de que, en un entorno de presiones de toda índole, nacionales e internacionales, y ante necesidades y urgencias, intereses y conveniencias propias, atrae la tentación del pragmatismo. En su vertiente regional, ese pragmatismo se asoma, por ejemplo, en las propuestas de concertación regional sin consideración de diferencias ideológicas, según lo han planteado Alberto Fernández y Andrés Manuel López Obrador. Los riesgos de esa orientación de precisan al contrastarla con la de Gabriel Boric, que incorporó la protección de los derechos humanos a la aspiración de unidad regional al sostener ya varias veces la indistinción de ideologías en la exigencia de plena garantía de los derechos humanos. En el mismo sentido, aunque con menor compromiso en declaraciones y votos, lo ha asomado y reiterado recientemente Gustavo Petro, al insistir en el regreso de Venezuela al sistema interamericano de protección de derechos humanos “para que la libertad sea el sinónimo del cambio político, para que las diversas expresiones de Suramérica se puedan encontrar, se puedan integrar”. Esto es más que un matiz, y nos recuerda la importancia de una diferencia crucial entre pragmatismos­, identificada, para comenzar, pensando en los individuos. En trazos muy gruesos, se trata de la distinción entre la orientación a la satisfacción y bienestar estrictamente personales, por una parte y, por la otra, la orientación que incorpora y contempla los de los demás, los de la sociedad. En el plano mundial, esa diferenciación –entre las tradiciones realistas y racionalistas del pensamiento internacional– merece atención en el conmocionado presente, de tan estrecha interdependencia a la vez que de enormes amenazas a la democracia y los derechos humanos. Es esperable que los gobiernos atiendan primordialmente los intereses de sus países de acuerdo con las prioridades, necesidades y urgencias nacionales, pero también debería serlo que lo hagan de modo que no perjudique a otros, por acción u omisión, en el decir y en el callar. Debería serlo, escribo, tanto por razones prácticas de interdependencia como por compromiso con la preservación de principios recogidos en el derecho internacional vigente, que no solo se refieren a la seguridad de los Estados y sus gobiernos, sino a la protección de la legitimidad de su institucionalidad en tanto preservadora de libertades, derechos, oportunidades y dignidad de las personas.

Viene muy al caso el más reciente índice de Estado de Derecho (World Justice Project Rule of Law Index 2022) sobre la calidad institucional de 140 países. Su título, “Continúa la recesión global del Estado de Derecho”, resume la regresión que entre 2015 y 2022 se aproxima a los dos tercios de los países estudiados. Esas regresiones son evaluadas por su contraste con ocho criterios de referencia: contrapesos al poder, ausencia de corrupción, apertura del gobierno, garantía de derechos fundamentales, imperio de la ley, orden y seguridad, justicia civil y justicia penal. En el conjunto latinoamericano, las tres mejores calificaciones las reciben Uruguay, Costa Rica y Chile. No sorprende que las peores sean las de Bolivia, Nicaragua –luego, en el Caribe, Haití– y finalmente Venezuela, que ocupa el puesto 140. Cuba no está en la lista porque, como sucede con muchos otros informes, reportes e índices, no hay acceso a sus datos, lo que es de suyo revelador. Aparte de las situaciones regionales más graves, recién mencionadas, se suman las de México, el triángulo norte de Centroamérica y Brasil como países con severos deterioros.

Finalmente, ver el panorama en los colores del mapa que representa las fragilidades y riesgos institucionales regionales no contribuye a eliminar los temores, ni siquiera a reducirlos. En cambio, suma evidencias sobre la gravedad del momento y sus peligros. Estos hacen pensar, antes que en una subida de marea, en la agresividad del oleaje que produce el mar de fondo, ese que se propaga fuerte y lejos. A lo que sí puede contribuir esta perspectiva es a  identificar, denunciar y atender las grietas que abren en el Estado de Derecho, dentro y fuera de sus países, los autoritarismos y los populismos, sea cual sea el signo que se atribuyan.

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