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“La ciudadanía es el derecho a tener derechos.” Hannah Arendt

Algún amigo me pregunta porqué insisto tanto en la consideración del tema de la ciudadanía, como quiera que haya escrito varios artículos sobre las distintas y por cierto son muchas, perspectivas, en que puede verse y analizarse el asunto.

Suelo responder que advierto en ese tema un aspecto esencial de la convivencia entre los seres humanos y especialmente, entre estos y las estructuras políticas, económicas, sociales e institucionales que ha producido la normación societaria, desde el alba misma de la organización pública.

No pienso y, quiero hacer énfasis en ello, que el principal rasgo del instituto de la ciudadanía sea la relación del individuo con el Estado o acaso de una comunidad ante el aparato del poder. No niego que luzca capital ese lazo, ese tejido, ese nudo para distinguir y calificarnos; empero, siguiendo a Ernest Renan, privilegio el sentimiento de pertenencia e identidad compartida, propia de la definición sociológica de nación y que suscita mayor confianza espiritual e incluso conceptual, y lo coloco por encima.

Ese querer vivir juntos, del que hablaba el francés en su celebérrima conferencia en la Sorbona de París, en 1876, si mi memoria es buena, se combina con aquello de Ortega y Gasset, extensible pienso hasta este extremo, de la historia compartida.

Nada de eso sin embargo cabe resaltar antes que otro elemento en el rompecabezas que se viene completando desde hace dos milenios. La necesaria convicción de que hay un proyecto mayor, la humanidad y que, en su obra, todos tenemos un espacio con derechos, y todos también un deber correlativo.

La complejidad de la relación del ser humano y la potencia pública, vieja como el tiempo mismo y siempre pendiente de ratificarse en sus embrollos, confusiones e insinceridades, juega un papel que se torna calamitoso a veces y que conste que se ha progresado, especialmente, después de la segunda guerra mundial y el arribo a la consciencia y al discurso de la reordenación internacional y del desarrollo de los derechos del hombre y del ciudadano.

Traigo esto a colación para responder no a una pregunta, sino a un reclamo en carencia de un lector, quién deja entender que la circunstancialidad de la migración venezolana actualmente exige considerar la problemática del país de destino y el metabolismo subsecuente.

Si bien no fue nunca el objeto de mi reflexión el asunto, y menos las políticas de Estados Unidos, complejísimas y en medio de una muy peligrosa coyuntura histórica que muestra un peligroso forcejeo civil entre los partidarios republicanos, y en particular del populismo trumpista, y del otro un exacerbado desafío a las tradiciones y a los valores estadounidenses que esconden disensiones de todo género y que se constituyen en las huestes, más por conveniencia que por convicción, del partido del presidente siempre cuestionado Biden, pero que refleja también un problema en el mundo que arriesga las estructuras preceptivas todas y solivianta las convenciones sociales universales.

El mundo no se quiere, no se admite, no se tolera a sí mismo, podría decirse como corolario de la lectura de los diarios europeos y norteamericanos que glosan cruentos y a ratos mas que sesgados las informaciones sobre las disputas endógenas, pero también y enfáticamente, las exógenas.

En efecto, el homo actual dejó de arrogarse, atarse, ceñirse a los estados nación y se postula; se asume cual nómada que se echa a andar, escapa, se refugia, se filtra lejos de su comunidad nacional y lo hace con un argumento a la mano de difícil discusión; para tratar de vivir con dignidad y a veces simplemente sobrevivir, me marcho. La respuesta del receptor es francamente, y a menudo, sencillamente inhumana.

Huir de la guerra, de las calamidades, del hambre, de las endemias, de la pobreza, es para cualquiera justificable, pero, el tema tropieza con el profundo arraigo de los nacionalismos y la histórica desconfianza o peor aún rencores y odios, hacia identidades generales distintas.

Basta ver lo que pasa en la India, China, Pakistán y aún, en España o Bélgica o Chile y sobran los ejemplos en África y Asia; para apreciar la dimensión del componente y la tendencia que ha venido la cuestión perfilando, para comprender su extensión deletérea y toxicidad.

La más grande utopía que ha encarado el ser humano es la de una humanidad real, genuina, verdadera. Es el ser humano distinto a los demás en su igualdad inclusive y se destaca, en todas las épocas, su deseo de distinguirse, diferenciarse y sobreponerse unos sobre los otros. Siempre ha sido así y quizás lo seguirá siendo, pero, eso no impide el proceso de perfectibilidad en que ha venido evolucionando y ese hallazgo cognitivo, espiritual, moral, ético y racional de los derechos humanos que lo impulsa a encarar su falencia y a procurar su homologación. Somos un todo, no obstante ser también una brizna de paja, cada uno, en el cosmos.

De una fantasía de humanidad y en la derivación conceptual de la susodicha, emerge la ciudadanía universal. Con cuyo abordaje nos topamos al pensar, meditar, calibrar lo que significa para los venezolanos fugarse de acá y llegar a huir a Estados Unidos también.

El ciudadano como instituto social y de consecuencia histórica se remonta a los anales griegos primeramente y ha recorrido todas las épocas con mayor o menor énfasis y significación. Es un constructo relacionado al poder y su dinámica.

Ha tomado, ora, una naturaleza política y luego jurídica en el sentido de pertenencia, pero, no me detendré en los detalles porque nos iríamos por otros caminos distintos al objeto de mi reflexión y entonces, lo que me interesa resaltar ahora es el surgimiento del derecho de gentes que apuntó a la apreciación del conjunto humano y sus relaciones entre colectivos.

El verdadero bien a tutelar es la humanidad, la reunión sin excepción de todos los hombres que, por serlo, disfrutan de una alícuota.

En la historia, España por cierto destaca especialmente con los trabajos de Isidoro de Sevilla y, sobre todo, Francisco Vitoria, aunque haya recibido más tinta y reconocimiento Hugo Grotius, en particular, en el mundo anglosajón, como los primeros teóricos de lo que hoy denominamos el Derecho Internacional.

Contemporáneamente, es impajaritable citar específicamente a Luigi Ferrajoli, el autor de Derecho y Razón y Principia Iuris (PI), entre otras joyas de la filosofía y la literatura jurídica, doctrina de base sobre la materia que nos ocupa.

Son meditaciones y cavilaciones las del profesor Ferrajoli que ponen en irrefragable evidencia la crisis del Estado nación y la ineficacia del derecho internacional público incluso de sus formulaciones más avanzadas como el jus cogens.

En un examen descarnado, el emérito Ferrajoli registra y critica al expresarse sobre las nociones de soberanía y ciudadanía, tan propias y características, como antes dijimos, del Estado nación y que hoy se exhiben como entelequias disfuncionales a la hora de responder a los desafíos de un mundo globalizado y de los nómadas con denominaciones como refugiados, entre varias de difícil asimilación con los criterios convencionales.

Es como si el sentimiento de justicia y humanismo no encontrara en el arsenal del derecho instrumentos adecuados para hacer lo que se debe hacer y no aquello otro que se debe hacer pero que es visiblemente injusto e inhumano.

Trump y su política migratoria, también de los gobernadores republicanos, son un ejemplo de lo que digo y ahora que transportan a centenares, miles quizá de ilegales y entre ellos venezolanos a otros estados de la unión y me refiero a lo que acontece en Estados Unidos, caben observaciones y análisis con riesgos aporéticos en las formas y conveniencias, pero, inmorales en el fondo, en la sustancia.

Ferrajoli agrega como una tesis imprescindible la universalidad de los derechos humanos y con ello ubica antinomías que tropiezan con las tradiciones y concepciones del estado soberano y el salto cualitativo que descubre la progresividad de los derechos del hombre que demanda espacio y ser reconocido como persona, más allá de su condición de ciudadano de otro Estado.

Hay que ver a diario llegar a Italia, Francia, Grecia, España, Turquía gente del medio oriente o de los países mediterráneos y de más allá que van de paso hacia otras naciones, donde desean asentarse, pero no son bienvenidos.

Del otrora mejor país del mundo, como propios y extraños, llamaban a Venezuela, se han ido según la ONU 6.800.000 compatriotas y la estampida no termina, sino que sigue por cualquier medio y adonde van generan problemas, disgustos, desprecios, discriminaciones y un trato peyorativo y repulsivo en algunos casos.

Ferrajoli, en un trabajo intitulado Más allá de la soberanía y la ciudadanía, (Isonomía, Nº9, octubre, 1998) rico y completo para guiarnos en los vericuetos y laberintos de esta temática, estudia los diferentes elementos de la discusión y cede a la tentación de avanzar una gravosa conclusión: “ Hoy el universalismo de los derechos humanos es puesto a prueba por la presión en nuestras fronteras de hordas de pueblos hambrientos, de modo tal que ser una persona, ha dejado de constituir una condición suficiente para disfrutar de esos derechos”.

No hay humanidad sin responsabilidad y el acto de discernir y optar por asumir los deberes propios de la alteridad se erige como una definición del homo actual que, por cierto, ensimismado y reacio a las exigencias comunitarias, obvia, desconoce o prescinde, al tiempo que reclama para sí y más todavía impone sus escogencias y sus afanes individualistas como derechos humanos que solo a él conciernen como tales y solo a él tienen en cuenta.

Por eso me atrevo y sostengo que el ideal de humanidad es una utopía que, sin embargo, no hay que dejar de perseguir. “Obra según la máxima que se pudiera dar un miembro legislador de un posible reino de los fines”, nos enseña Kant.

@nchittylaroche, [email protected]

 

 

 

 

 

 

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