De acuerdo con la leyenda, que recoge un muy autorizado libro de Emanuel Levy (Todo sobre el Oscar. La historia y la política de los premios de la Academia), la célebre y longeva estatuilla de 91 años de edad se ganó su apodo en 1931, indica un comentario de la bibliotecaria de la institución que, al verla, lanzó una frase bautismal: “Se parece a mi tío Oscar”. La leyenda es debatible, pero el hecho es que la primera entrega de los premios de la Academia tuvo lugar el 16 de mayo del funesto año de 1929 que inauguraría la depresión económica en ese mismo octubre. A partir de allí el galardón sería uno de los símbolos del éxito de la fábrica de sueños que vería abrirse, junto con la penuria económica del país (que duraría más de una década) una edad de oro apuntalada en la ansiada y elusiva prosperidad y se extendería al menos tres décadas y media.

Así como hay futurólogos para cada disciplina y espacio deportivo o político, hay oscarólogos. Y como se sabe, hay dos maneras infalibles de predecir el futuro. Crearlo, como sueña más de un magnate de la prensa o la informática, o recordar, el lunes, el comentario proferido el sábado anterior y escuchado solo por la familia. Lo cierto es que el Oscar ha sido impermeable a todo pronóstico, pero siempre pasto de la lectura del lunes siguiente, que explica, con lógica irrebatible, por qué los caprichos de la Academia fueron esos y no otros. El caso es que los aciertos de la institución se cuentan por centenares y sus omisiones también. Hitchcock nunca tuvo un Oscar, Welles tampoco y la lista es larga. En su descargo, la Academia cada tanto reparte “mea culpas” en forma de Oscares honorarios. En todo caso, ella es una Corte y siempre hay, en cada categoría, una favorita y varias desdeñadas. Nada indica que la preferida sea siempre la más virtuosa.

El Oscar se lo llevó una comedia fresca y ligera Green Book, que dejó por el camino, el minimalismo de Roma, la onda retro de Queen, el cuarto parto de una estrella, las intrigas palaciegas de La favorita y la frescura satírica de The Vice, ninguneando de paso las preocupaciones raciales de Infiltrado en el KKK y Pantera negra. Por supuesto que la multiconsagrada Roma no podía quedar de lado, ganó en el renglón de Mejor Película Extranjera, Cinematografía y Director, tal vez para recordarle al señor Trump que México queda lejos de dios pero cerca de Hollywood. Yalitza Aparicio, la elección políticamente correcta, vio sus sueños estrellarse frente a una reina, Ana de Gran Bretaña, en la peculiar visión del griego Yorgos Lanthimos. El resto de los premios buscó contentar un poco a todo el mundo, en buena medida porque importan a poca gente comparado con los rubros estelares.

Hay un duelo más interesante que empieza a perfilarse y este año llegó al Oscar. Es el de las plataformas. Hasta hace muy poco una película era una película y como tal, a menos que fuera muy mala, se estrenaba en el cine, y luego seguía el previsible camino de degradación a través de la televisión y el video. Este esquema se mantuvo sin mayores variantes. El verdadero punto de inflexión de Roma, en lo que a su comercialización se refiere, es su presentación en sociedad. La película se estrenó en Los Ángeles y Nueva York el 21 de noviembre del año pasado (para poder competir en los Oscares), y menos de un mes después estuvo accesible en Netflix, superponiendo su disponibilidad en dos medios al mismo tiempo. Ya desde el año pasado varios festivales se preguntaban por qué, dados los cambios en la exhibición, se debían aceptar solamente las películas estrenadas en pantalla y no se incluyeran aquellas producidas para los canales de streaming. La polémica tiene raíces profundas que remiten a la producción. Netflix y Amazon (las más notorias) son ya casas que producen y pretenden con todo derecho, arrebatarles a los productores tradicionales la generación de contenidos. Con la gran ventaja de contar con los canales de distribución. Y hacerlo muy pero muy bien además. Lo cierto es que el cine cambia, pero el Oscar no.

Ya lo decía Eric Rohmer, aquel director francés tan minimalista, “Todo es fortuito, salvo el azar”.


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