¿Hay otro tema principal sobre el que dialogar que no sea el de negociar las condiciones para el desalojo de la tiranía socialista y narcoterrorista dominante y dar inicio a la transición? Ledezma acaba de dar la respuesta: es el único tema sobre el que valdría la pena negociar. De eso y solo de eso se trata: de negociar el desalojo. Todo lo demás ha sido, es y será tiempo perdido

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“Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada”. Fue el eslogan terminante, intransferible e irrenunciable de Fidel Castro ante la primera gran disidencia de su revolución, provocada por la primera crisis que sufriera el proceso cubano cuando el caso del poeta Heberto Padilla, desde entonces desaparecido del mapa mundial y tragado por las fauces del monstruo castrocomunista, conduciendo a la grave desafección de las principales fuerzas culturales que lo apoyaran hasta entonces, encabezadas por grandes intelectuales, artistas, cineastas y escritores –Octavio Paz, Hans Magnus Enzensberger, Jean Paul Sartre, Heinrich Böll, Simone de Beauvoir, Jorge Edwards y Mario Vargas Llosa, entre muchas otras grandes figuras del arte y la cultura–, quienes comprendieron tras 10 años de revolución que la cubana había dejado de ser, si alguna vez lo fuera,  un proceso verdaderamente emancipador para convertirse en una cruenta y aterradora tiranía estalinista, con la que no cabía el menor entendimiento, diálogo o negociación posible. Ya lo había advertido su cuñado, Rafael Díaz Balart, quien en 1956, negándose al pedido de indulto tramitado por el Congreso cubano para ponerlo en libertad tras del asalto al Cuartel Moncada,  advirtiera del espanto totalitario que tenía entre ceja y ceja el esposo de su hermana Mirta y padre de Fidelito, el hijo de ambos. Los cubanos ni siquiera imaginaban la tiranía que Castro instauraría en Cuba, que sería imposible de erradicar ni en veinte años. Lleva sesenta.

La respuesta dada por Castro ante los reclamos de la intelligentsia mundial fue taxativa: la esencia de la totalitaria dictadura castrista cubana jamás estaría en discusión. Había llegado para eternizarse, como lo decidiera años después en una ley digna de lo real maravilloso su Cámara de Diputados, entre quienes se contaba el trovador cubano Silvio Rodríguez: “La Revolución cubana será eterna”. Reformas que no la cuestionaran eran perfectamente discutibles. No servían de nada, más que de tenue maquillaje del régimen. Libertades que la pusieran en duda, bajo ningún motivo: “Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”. Resistieron el embate de la crítica los más irreductibles respaldos intelectuales de Castro, como los de Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Morirían rendidos a los pies del tirano. Ni modo.

No es del caso discutir si la cubana fue alguna vez marxista, revolucionaria y socialista, más allá de asaltar el poder con el auxilio del pueblo insurrecto que aspiraba a la libertad, la complicidad y alcahuetería del Estado Mayor de las fuerzas armadas cubanas de Batista que se entregaron prácticamente sin enfrentar a las guerrillas de la Sierra Maestra y contando con el subrepticio o abierto respaldo del Departamento de Estado norteamericano, desalojar la vieja dictadura batistiana y crear un revolcón social de vastas consecuencias al sistema de dominación tropical imperante en la isla. Sin tocar el racismo de su clase dominante blanca y gallega, como los Castro, concentrando el poder en una burguesía militar bajo el férreo control del comandante Fidel Castro y su hermano Raúl, manteniendo al pueblo hambreado y dominado por una crisis humanitaria jamás resuelta. Pues esa crisis humanitaria, como la venezolana hoy, servía a la dominación totalitaria; hambrear para humillar y consolidar la apropiación del poder por las pandillas castristas, la entronización de sus fuerzas armadas aliadas a un bolchevismo tropical de nuevo cuño y la puesta al servicio de un agente de la Unión Soviética en África, Europa y América Latina. Marx estuvo tan ausente como Lenin de esa revolución tropical. De Stalin, en cambio, lo copió todo: su metabolismo policiaco de dominación y un gulag tropical. ¿Revolución proletaria o desarrollo de las fuerzas productivas? Ni en pintura.

De manera que el eslogan del Caballo bien expresado hubiera debido decir: bajo mis piernas y lamiendo mis botas, todo. Fuera de mis botas, nada. La única salida que dejó abierta al hambre, la sumisión y la desesperación de quienes se negaron a ser esclavizados fue la huida lanzándose al mar con lo que flotara, para terminar siendo carne de tiburones. El Caribe estará alfombrado con las osamentas de los miles y miles de fugitivos del régimen político más cruento y desalmado de la historia latinoamericana, mondadas por los escualos antes que alcanzaran la ansiada libertad. Y una diáspora empujada al destierro instalada en la Florida que dejó de ser cubana para convertirse en mayamera hace décadas. A pesar de Jorge Edwards y Pablo Neruda, que lo aborrecieron desde su nacimiento, los partidos comunistas, en especial el chileno, pasaron por el aro del estalinismo tropical y a pesar de 17 años de castigo dictatorial y la evidente prosperidad que alejaran a Chile cada día más de la devastación haitiana de la sociedad cubana, aún hoy siguen defendiendo la cruenta fantasmagoría tropical. Como todas las izquierdas de la región. Hoy más que caricaturizada por el chavismo venezolano. La revolución castrista más corrupta, ladrona, terrorista y narcotraficante de la historia. Marx y Lenin se estarán revolcando en sus tumbas.                                                                                                                          

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Si bien, a ser fieles a la historia y la ideología, tampoco la soviética fue una revolución socialista en el sentido estrictamente marxista del término. Como no lo fuera ninguna de las revoluciones socialistas del siglo XX. Y no podían serlo porque como bien lo advirtiera su mayor conciencia histórica, la de Trotski, no habiéndose desarrollado las fuerzas productivas al nivel necesario para transitar orgánica, dialéctica, hegelianamente a la etapa superior del capitalismo industrial y monopolista –el comunismo: “De todos según sus capacidades, a todos según sus necesidades”– tuvo que tomar el rodeo doctrinario y religioso del marxismo poniéndolo patas arriba; en lugar de construir el socialismo ayudándolo a ver la luz desde el vientre de su infraestructura, en donde ello hubiera sido posible según Marx, en lo que entonces era la punta de lanza del desarrollo capitalista industrial –Inglaterra, Francia y Alemania– , se vio compelido a nacer y desarrollarse en su periferia desde la cabeza hipertrofiada de la superestructura zarista: asaltar el poder mediante una vanguardia decidida y voluntariosa, establecer una feroz dictadura a la rusa, como la de Iván el Terrible, e imponer el socialismo a golpes de campos de concentración, hambrunas, destierros y devastaciones.  “Aunque concebido para sociedades industriales avanzadas, en la práctica el comunismo arraigó solo en las sociedades agrarias subdesarrolladas. Los rasgos del marxismo leninismo que dichos países copiaron eran: 1) el gobierno de un solo partido monopolista, organizado al estilo militar y al que se debía indiscutible obediencia; 2) este gobierno se ejercía sin ninguna restricción externa; 3) la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y la simultánea nacionalización de todos los recursos humanos y materiales; 4)  la indiferencia frente a los derechos humanos. Dichos regímenes insistían en que el partido era omnisciente y omnipotente: siempre tenía la razón; no reconocía límite alguno a su poder. En casi todos los casos, el “partido” se encarnaba en un líder que personificaba la causa y al que se llegaba a deificar”.  El leninismo fue el procedimiento para hacer madurar el socialismo estructural a punto de carburo totalitario. Hasta verse superado por las circunstancias e implosionar para caer en brazos del capitalismo de Estado, como el chino, a los pies de las mafias burguesas nacidas al calor del burocratismo bolchevique. “Los costes de esos experimentos utópicos fueron asombrosos, cobrándose una enorme cantidad de vidas humanas. Stephan Courtois, editor de la obra El libro negro del comunismo,  calcula el número global de víctimas del comunismo entre 85 y 100 millones de personas, lo que representa 50% más que las muertes causadas por las dos guerras mundiales”.

La cubana fue la primera caricatura revolucionaria marxista: pura superestructura, totalitarismo militarista y caudillismo familiar gallego, tiranía y esclavización ilustrada, construidas sin un mínimo y elemental aporte de industrialización ni desarrollo económico. Un marxismo fantasmagórico. Devastado el campo y saqueada la industria azucarera, sin otra forma de mantenimiento y reproducción que mediante la mendicidad y la economía de servicios: poniendo en marcha unos ejércitos de color al servicio de la expansión imperial soviética en África, América Latina y el Tercer Mundo, primero; abriéndose al turismo español y europeo, soportado por el jineterismo ancestral, después; alquilando mano de obra hospitalaria, finalmente, para terminar devorándose a Venezuela gracias a su know how policiaco y dictatorial. 

El socialismo venezolano, última fase del aberrante marxismo leninismo tercermundista, probó una última suerte: aprovecharse de un Estado capitalista petrolero y subdesarrollado en crisis, cooptar mediante la corrupción desaforada y en moneda dura a sus fuerzas armadas, dislocar un sistema sociopolítico hegemónico hasta convertirlo en mera fuente de sostenimiento del penúltimo factor, Cuba, y de los eventuales poderes emergentes: los movimientos “revolucionarios” integrados al llamado Foro de Sao Paulo. Cumpliéndose así un ciclo descrito por Trotski en su magna obra La revolución traicionada. De darse una revolución pretendidamente socialista en un país carente de unas fuerzas productivas suficientemente desarrolladas como para sostener el esfuerzo de la transformación revolucionaria estructural, orgánicamente, afirmó Trotski en la obra mencionada, no se hará más que repotenciar las viejas y ancestrales determinaciones de la barbarie político social preexistente. Será una revolución bárbara, devastadora, caudillesca, esclavizadora y ruin, reproducción ampliada de su pasado dictatorial. No conozco mejor definición de la tragedia soviética, de la tragedia cubana y de la tragedia venezolana. Ni mejor definición de la secreta aspiración de sus funcionarios: barbarizar la sociedad, incluso al nivel del canibalismo de sus ciudadanos, para permitir la hegemonía de  las pandillas de la barbarie.

¿Hay otro tema principal sobre el que discutir que no sea negociar las condiciones para el desalojo de la tiranía narcoterrorista dominante, cuanto antes y antes que toda recuperación sea imposible? Ledezma acaba de dar la respuesta: es el único tema sobre el que valdría la pena negociar. De eso y solo de eso se trata: de negociar el desalojo. Todo lo demás es tiempo perdido.

Historia del comunismo, Richard Pipes, Mondadori, España, 2002.


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