Desde tiempos del Califato Abasí y el Sultanato Mameluco, se cuenta este relato que aparece en un libro encantado: Las mil y una noches, repleto de unas historias conocidas por boca de la hermosa Sherezade.

Había una vez unos ladrones que sumaban cuarenta y que se habían robado todo lo que habían podido. En una ocasión, llegaron a la próspera fonda que había conquistado Alí Babá.

Esa gente no era gente. Eran unos bichos, unos cuarenta bichos. Esa gente pertenecía al género del hombre choreto que se había ocupado de volver al mundo deforme. Eran unos bestias de su madre con todo y ropa. Esos pillos se habían robado hasta el agua de los ríos, de los cocos, la luz de los candiles, las vendas de los heridos y las mortajas de los muertos a quienes ya habían robado en vida por la pura infamia de asaltar y despojar ¡Se robaron hasta los juguetes de los niñitos! Habían escamoteado el oro y los diamantes y las perlas y todas las demás joyas preciosas y todas las monedas y todos los billetes y hasta las máquinas que los fabricaban y como ya habían desvalijado todo-todo-todo lo que habían podido y más, en todo el villorrio ya no quedó ni tan siquiera un pitador, ni ninguna otra moneda para la buena suerte y ni un billete para la fortuna, entonces se pusieron a hacer más y más billetes y más monedas para seguir robándose entre sí mismos también. Se robaron hasta los ceros… Se llevaron hasta el queso que había en la mesa…

Alí Babá había sido un hombre que vivía en una ciudad empobrecida por los hijos de furcia y que para redondear la arepa se iba a recoger leña con su carreta a las afueras del villorrio. No tumbaba ningún árbol; lo suyo era recoger los troncos secos atravesados en el camino, la yesca caída de los árboles y piezas de madera que botaba la gente indolente fuera de la pequeña ciudad. Todo eso lo iba montando en su carreta y luego regresaba para ir a venderla casa por casa.

Un día, se alejó por esos caminos… quería irse y mandar todo al cimborrio… Iba distraído y la mula de la carreta le llevó hasta un paraje donde había una gruta tapada con forraje, helechos y musgos. Llegó a tener hasta tres burros, pero se los habían robado también y solamente pudo quedarse con aquella mula mañosa. Y allí enfrente de la cueva, precisamente, le dio a la mula por pararse a beber agua en un pocito cuando se escuchó un tropel de cuarenta caballos junto a las voces de unos forajidos. Alí Babá se escondió con su mula. Entonces, uno de ellos dijo: ¡Ábrete, Sésamo! Y al tiro se apartaron forraje, helechos y musgos para dejar ver una cueva resplandeciente. Una enorme luminosidad provenía de aquella caverna morrocotuda en la que habían ido escondiendo todo el oro, las perlas, el níquel, las piedras preciosas y hasta el coltán que se habían venido robando los cuarenta hijos de furcia.

A Alí Babá se le abrían solos y cada vez más desorbitados los ojos al contemplar aquella fortuna mientras estaba escondido con su mula. Allí adentro se estuvieron los cuarenta ladrones planeando nuevos atracos hasta que salieron en tropel con el jefe de último, quien gritó: ¡Ciérrate, Sésamo! Y la gruta volvió a taparse con forraje, helechos y musgos.

Cuando la horda se perdió en el silencio, Alí Babá salió de su escondite, se paró frente a la cueva y dijo las palabras mágicas: ¡Ábrete, Sésamo! Y la gruta se abrió. Alí entró y cargó con algunas joyas que metió en la enjalma de la mula, se montó en su carreta, dijo las palabras mágicas: ¡Ciérrate, Sésamo! y salió corriendo de aquel lugar.

Cuentan que Alí Babá logró vender lo que sustrajo y así lo hizo tantas veces que se volvió rico. En una de esas idas a la cueva, su hermano Casim -que entonces ya era un comerciante aventajado- lo siguió, se dio cuenta del portento y no se le ocurrió mejor idea que hacer lo mismo. Logró entrar a la cueva, pero cuando quiso salir, se le olvidaron las palabras mágicas. Así fue descubierto por los ladrones con las manos en la masa y le dieron muerte. Alí Babá, quien sospechaba de su hermano, volvió a la cueva con Morgiana que era esclava de Casim y encontró el cadáver. En el bosque le dio sepultura con la ayuda de Morgiana y aquello quedó ni siquiera con sospecha. En un villorrio embargado por la impunidad nadie averiguó nada.

Pasó el tiempo… Alí Babá había alcanzado a tener su próspera fonda. Un día, ya cayendo la tarde, llegó allí un ladino mercader de aceites con treinta y nueve caballos. Alí Babá le recibió y le ofreció una cena estupenda al mercachifle. Cada uno de los caballos llevaba un ánfora con un ladrón adentro. Sólo una llevaba aceite.

Morgiana bajó a buscar aceite en las ánforas y se dio cuenta que allí estaban escondidos los ladrones. Entonces, después que cenaron y cuando la noche se forró de estrellas, a Morgiana se le ocurrió la idea de echar aceite hirviendo en cada una de las ánforas y los ladrones quedaron fritos…

Hay quien cuenta que Alí Babá la detuvo a tiempo y que no se frieron los ladrones. Otros dicen que no sólo quedaron fritos, sino que Morgiana alcanzó a bailar una danza frente al jefe de los ladrones a quien hechizó primero con sus encantos y le mató después con una daga filosa.

Al encantado libro de Las mil y una noches se le han extraviado algunos folios en el correr del tiempo. Es por ello que se perdieron algunas páginas donde se cuenta que Alí Babá, con la ayuda de Morgiana, logró llevar a los ladrones dentro de las ánforas a un barco redondo que todavía flota y da vueltas en la encrespada mar océana, que alcanzó a amarrarlos barriga con barriga con fibras de bambú y que fueron a parar a una de las tantas islas de plástico que ellos mismos habían creado con los años. Unos cuentan que el jefe de los ladrones fue el primero de estos hijos de furcia que aún hoy nos fastidian la vida, en apenas el comienzo del siglo XXI.

Otros, sin embargo, dicen que allá están todavía. Lejos, embrujados y locos, tratando de ponerse de acuerdo para convivir de alguna manera en esa isla funesta pero que les ha resultado imposible por lo que siguen matándose y reproduciéndose entre ellos mismos para tranquilidad del resto de la humanidad.


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