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George Steiner, en Lenguaje y silencio, dice que vivimos dentro del acto del discurso, pero que hay realidades que no pueden narrarse, que no pueden expresarse con palabras, “lo inefable está más allá de las fronteras de la palabra, hay acciones del espíritu enraizadas en el silencio”.

Si bien para Aristóteles “el hombre es el ser de la palabra”, que lo hace imponerse sobre el silencio de la materia, en la dimensión mística del budismo, los sutras hablan del silencio de Buda, que Octavio Paz (Águila y sol, 1957) interpreta sabiamente: “Hay ciertas cosas que no se pueden decir sino con el silencio. La palabra es dialéctica: si afirma algo, niega algo. Yo creo que significación y no significación son trampas lingüísticas y que el silencio disuelve esa falsa disyuntiva. Eso sería el sentido del silencio de Buda. Pero es el silencio después de la palabra. O sea, lo que está después del saber”. Algo similar escribió Henry Miller: «Es del silencio de donde se extraen las palabras». De allí que sea necesario hacer silencio para poder pronunciar la palabra apropiada ante hechos aberrantes que nos conmueven, como bien lo dice el filósofo Raphaël Enthoven: “El silencio es la última palabra, ya que el silencio es el origen y la finalidad de toda palabra”.

En un mundo construido por las palabras, el silencio es una forma de expresar la indignación ante los crímenes contra la humanidad.  Cada año, el 12 de abril, con un minuto de silencio, el Estado de Israel y la comunidad judía mundial conmemoran la Shoá, el genocidio de 6 millones de judíos inocentes asesinados por el nazismo. Es el día de un ritual social conmovedor, donde a una determinada hora suenan las sirenas a lo largo y ancho de Israel, para anunciar el momento en que toda una sociedad se detiene en silencio. Los conductores de vehículos interrumpen su marcha en calles y autopistas bajándose de sus vehículos, permaneciendo de pie sobre el asfalto. Los trenes y buses suspenden su circulación, los empleados dejan los teclados de sus ordenadores y teléfonos, los deportistas paran de correr aunque estén próximos a llegar a la meta, en las aceras se congrega una multitud firme y silenciosa. Ese minuto de silencio es el sentimiento de cada individuo y a la vez el espíritu de toda una sociedad, creando una vivencia inexplicable cargada de emociones, donde se mezclan el recuerdo del horror y el optimismo al contemplar su pujante nación erigirse como un baluarte democrático en el Medio Oriente y en el mundo. Como lo expresaron muchos mensajes ese día, “El Estado de Israel no es una compensación por lo que hicieron los nazis al pueblo judío, es la garantía de que nunca más algo así vuelva a suceder”.  La intensidad del silencio se convierte en una fuerza poderosa de unión, de determinación, de identidad. Ahora entendemos lo dicho por Maeterlinck: «El silencio nunca se desvanece».

Junto al minuto de silencio para rememorar la Shoá, deberíamos guardar un minuto de silencio para recordar todos los genocidios y masacres ocurridas en la historia, productos de la intolerancia religiosa, política o ideológica, en especial los producidos por el comunismo.

El libro negro del comunismo (Le Livre noir du communisme : Crimes, terreur, répression, 1977), escrito por investigadores de varios países europeos y editado por Stéphan Courtois, director de investigaciones del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), de Francia, efectúa un inventario de actos criminales (hostigamientos, asesinatos, tortura, exclusión, deportaciones) que arrojó la implantación del comunismo en el mundo, un balance más terrible que el del nazismo. En la introducción, el editor sostiene que “el comunismo real, puso en funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir, en momentos de paroxismo, el terror como forma de gobierno”. De acuerdo con las estimaciones realizadas, el informe cita un total de muertes que “…se acerca a la cifra de 100 millones”.  La estadística del horror es la siguiente: 20 millones en la Unión Soviética, 65 millones en la República Popular China, 1 millón en Vietnam, 2 millones en Corea del Norte, 2 millones en Camboya, 1 millón en los regímenes comunistas de Europa oriental, 150.000 en Latinoamérica, 1,7 millones en África, 1,5 millones en Afganistán, 10.000 muertes provocadas por “el movimiento comunista internacional y partidos comunistas no situados en el poder”.

En 1977, fecha de la publicación del libro, Chávez no había llegado al poder, por lo que probablemente su mandato y el de su sucesor serán tomados en cuenta en la reedición de dicho informe, ya que en 20 años de régimen chavista las cifras hablan de un promedio de 25.000 asesinatos anuales, producto de la inseguridad y la violencia adoptados como política de Estado, que ha propiciado que los militares y grupos de civiles armados asedien, repriman, secuestren, encarcelen, torturen y asesinen a quienes no piensan como ellos. Sumando a esto, la aberrante exclusión social de todo aquel que no milite en el partido de gobierno, impidiéndole el acceso a los servicios públicos, alimentos y medicinas, provocando una mortandad que crece exponencialmente, incluyendo a centenares de recién nacidos. Entonces me pregunto: ¿Cuántos minutos de silencio necesitaremos para recordar la destrucción de una nación, la violación masiva de los derechos humanos, el horror y las muertes de la dictadura comunista que asola Venezuela? Como dijo Ionescu, creador del teatro del absurdo, “…A veces la palabra impide que el silencio hable”.

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