En la actualidad, los sistemas políticos se definen y clasifican no solo por su origen sino fundamentalmente por una dimensión clave para diferenciar democracias de regímenes tiránicos que se denomina legitimidad de desempeño.

De acuerdo con la Carta Interamericana Democrática, legitimidad de desempeño se refiere al cumplimiento por parte de los gobiernos de los elementos esenciales contenidos en los artículos 3 y 4 de dicha Carta, que reza:  “Son elementos esenciales de la democracia, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de Derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”. 

De esta manera, el mundo moderno reconoce y establece taxativamente el respeto estricto a los derechos humanos de las personas como el primer criterio para evaluar como legítimo o no cualquier gobierno o práctica política.  No son las etiquetas prefabricadas que cualquier régimen se adjudique a sí mismo, y mucho menos su ubicación en un continuo de ubicación ideológica. No. El criterio definitorio principal para ser considerado legítimo es el tratamiento concreto a personas concretas. Lo humano es el criterio.

La Constitución venezolana se inscribe en esta visión moderna, y es por ello que establece desde su Preámbulo no solo el respeto y defensa del derecho a la vida como objetivo superior, sino que además desarrolla un amplio articulado en materia de derechos humanos, uno de los cuales, el artículo 46, obliga a que  “ninguna persona puede ser sometida a penas, torturas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. En este sentido,  la tortura y la violación de los derechos humanos de las personas no es solo una trasgresión y un desacato a lo que ordena la carta magna, sino que es además –y esto es lo importante– en un factor de deslegitimación política.

El aberrante caso del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo ha vuelto a poner sobre la superficie el problema de la recurrencia sistemática a la tortura por parte de los organismos de represión del Estado venezolano. Según la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y Provea, 15% de los presos políticos que existen en Venezuela son víctimas de tortura. Por su parte, el Informe de 2018 del Instituto Casla, ONG con sede en la República Checa, ha documentado los casos de 128 testimonios directos de víctimas de torturas en Venezuela, 6 de las cuales fueron violadas, 95 fueron torturadas estando en custodia del Estado y 11 fueron torturadas en centros clandestinos de detención, bajo la figura de la desaparición forzada temporal. El Informe 2018 de Casla habla de un proceso de tortura sistemática en el país, y llega a afirmar que en “Venezuela se ha instalado un sistema torturador que se direcciona desde el Poder Ejecutivo”.

En cualquier gobierno pueden existir delincuentes entre las filas de la burocracia represiva o de los organismos de seguridad. El problema grave es cuando la tortura y la violación de los derechos humanos se convierten en una práctica de Estado. Ello no solo descalifica moralmente al régimen y a sus funcionarios, sino que constituye un peligroso pero inequívoco factor de deslegitimación política. Un gobierno que recurre de manera sistemática y permanente a la tortura y a los delitos contra los derechos humanos automáticamente deja de ser legítimo. 

Las personas inteligentes observan conductas, no etiquetas. Una de las diferencias entre personas de mentalidad política primitiva y otras de razonamiento moderno es que las primeras se quedan discutiendo sobre los formulismos tipológicos o la autodefinición ideológica de sus gobernantes, mientras las segundas observan su desempeño concreto. Estas últimas se fijan y deciden en función de las acciones del gobierno de turno, mientras las primeras no pueden superar la adicción infantil por los discursos y la palabrería oficialista. Por ello, si un gobierno tortura como política de Estado, no importan ni sus autoetiquetas ni sus justificaciones: ya perdió el sustento moral sobre el cual descansa su legitimidad.

Más allá de las diferencias de credo político, lo que nos une como raza humana es la primacía de la persona y el sagrado respeto por sus derechos, no importa de quién se trate. Ese es el criterio que en lo individual diferencia a una persona de un animal, y el que en lo político define si un régimen es o no moralmente justificable.


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