Quienes intentamos tomarle el pulso a los crecientes malestares morales y jurídicos de la patria sociedad, vale decir, a sus malas prácticas más vistosas ante las normas foro interiore y foro exteriore, sentimos hoy –un momento de suma baraúnda política signada por una programada desfiguración y pisoteo de imperativos morales y mandatos legales– el deber de sugerir a cada ciudadano que medite, reconsidere y el próximo domingo rechace con su abstención activa, en nombre del civilismo y la probidad, dos de los más relevantes antivalores endémicos del volksgeist nacional que la parte oscura de la nación viene exacerbando: el embelesado y envilecedor sometimiento al caudillo uniformado y la cleptomanía.

Para que el asunto quede cristalinamente claro, nos referimos a la Venezuela de males hasta hora incurables bien descrita en dos históricas y emblemáticas sentencias: la primera de los Monagas, “este país ha de ser gobernado por quienes lo liberaron”, la segunda de Gonzalo Barrios, “en Venezuela ya no quedan razones para no robar”. Perversión militarista e irrefrenable propensión al saqueo de la riqueza pública, dos malformaciones del ADN nacional que en 2 siglos de independencia han dado vida a 32 períodos presidenciales encabezados por militares y, con las dos dictaduras chavistas, a un megagaláctico desfalco del erario público que vuelve enanos a todos los anteriores, calculado como ha sido por los más prudentes economistas en 400 millardos de dólares.

Militarismo y cleptomanía: dos impedimentos mayores al pase de Venezuela a la modernidad, el civilismo y una razonable probidad, pero también dos siniestros y bien mimetizados protagonistas de la fraudulenta farsa electoral de 20-M. Impidamos que la ilegítima justa de ese día oxigene, en lugar de descalificar, esas dos lacras nacionales.

Prescíndase de las no inverosímiles sospechas de connivencia Maduro-Falcón y también de la hipótesis que el debilitado chavismo busque con Falcón un cómodo período de descanso (rol que fue de Alfonsín con el peronismo) para volver al ruedo más tarde y fortalecido. Lo real y concreto es que el domingo 20, si es que hay farsa electoral, esta se reducirá a una justa intercastrense, entre un Maduro militar asimilado, obediente ejecutante de decisiones adoptadas en los ministerios de la Defensa nacional y cubano, signatario de transferencias a la Fuerza Armada de casi todo el poder económico del país por un lado y, por el otro, un Falcón, ex militar con 13 años de formación castrense y grado equivalente a sargento, miembro del MBR200 desde 1994, del MVR desde 1997 y, por autodefinición, chavista light.

Brutalmente marginada una vez más la Venezuela de José María Vargas y de Rómulo Betancourt, el triunfante militarismo sacará de la inminente contienda electoral su trigésima tercera presidencia castrense del país, ya que su ganador será, por interpuesto presidente comodín, o bien el ministro de la Defensa, verdadero y único hombre fuerte del país, o un ex sargento de la vieja guardia chavista; un desastre en momentos en que Venezuela necesita desesperadamente un presidente de pura cepa, civil, que haga limpieza a fondo en las Fuerzas Armadas, las reeduque a la democracia como lo hizo Betancourt y las constriña con mano inflexible a respetar la Constitución.

También corre el país el muy grave riesgo que la cleptocracia nacional salga absuelta y hasta fortalecida de la próxima e ilegítima jornada electoral. Si gana Maduro, regirá por otro período el cínico principio que se le atribuye a Chávez: “los dejo robar mientras me dejen hacer mi revolución. Si gana Falcón, sus prudentísimas declaraciones y omisiones radicales del problema dan a entender que su “estabilidad” se basa en impunidad también para la cleptomanía: “proponemos un gobierno en el que no haya presos políticos, pero tampoco persecución… Hay que reconciliar el país y crear estabilidad”; una oferta genérica de impunidad sorprendentemente respaldada por el principal asesor de Trump para Latinoamérica y buen conocedor del patio criollo como ex agente que fue de la CIA en Venezuela, Juan Cruz, quien el pasado 2 de  mayo declaró: “En Venezuela debe haber perdones para pasar a una transición ordenada” y “vamos a tener que mordernos los labios un poquito para aceptar una fórmula que tenga algún grado de perdón”.

Ante esta otra amenaza compleja y mayor caben varias precisiones. Si el saqueo más colosal y despiadado de las riquezas nacionales y entre los más elevados del mundo, el practicado por el chavismo, fuese a quedar impune e irrecuperable echando más lastre al default nacional, Venezuela pasaría en lo internacional –de una vez por todas e irremediablemente– a formar fila entre los países forajidos, irrespetados, evitados y desasistidos de la tierra, mientras que en lo nacional veríamos sus alternativas de poder reducidas a miserables luchas entre mafias de saqueadores que garantizarían la impunidad de la banda saliente para asegurarse más tarde la propia, convirtiéndonos definitivamente en una sociedad del robo. Al sugerir con su silencio el statu quo en la materia, Maduro y Falcón vienen a hipotecar muy gravemente el futuro del país, una razón de mucho peso para no votar por ellos. Hace días apenas, el católico Mariano Rajoy dio a los de acá un luminoso ejemplo de buen gobierno declarando: “Bienvenida la rendición incondicional de los nacionalistas vascos, pero no habrá ninguna impunidad por sus crímenes. Solo nuestra abstención acelerará el advenimiento de libérrimas elecciones en las que escogeremos un candidato civil, democrático, competente, probo y valiente en cuyas ofertas electorales figure expressis verbis la creación de un tribunal especial para sentenciar los crímenes económicos cometidos por jerarcas del chavismo y sus testaferros. No hay otra vía que la justa sanción con  castigo ejemplar para romper con esta maldición nacional y abrirle camino a una Venezuela escarmentada que comience a ser razonablemente proba.

Sobre esta delicada materia del castigo ejemplar cabe ser más claros aún. En el multiforme sector de la humana praxis y de sus normas (morales o jurídicas que sean) Laxismo y Rigorismo connotan extremismos opuestos y semejantemente aberrantes, por su tendencia a desvirtuar totalmente la finalidad genuina del arrepentimiento y de la sanción, que es recrear con la menor injusticia posible un estado de normalidad allí en el que se generó una anormalidad socialmente dañina, sin exagerar en perdones o castigos conforme al aristotélico in medio stat virtus. Vivimos una etapa de delictivo y perjudicial laxismo ante la cleptomanía, pero su remedio de larga duración no pasa por aplicar un despiadado y cruel rigorismo jurídico, primo de la innoble venganza, sino por una irreprochable, ejemplar y ponderada aplicación de los códigos y sus sanciones.

Electores de todas las tendencias políticas deben haber observado que ningún candidato del próximo domingo ha mencionado siquiera la imperiosa  necesidad –de vida o muerte para un futuro más civilizado y menos deshonesto– de devolver su plena autonomía al Poder Judicial, condición sin la cual nunca habrá quien comience a romper la trágica cadena de las impunidades. La impunidad viene siendo denunciada desde la antigüedad como uno de los más graves e insidiosos crímenes contra la sociedad por conceder el privilegio de un estado de anomia personalizada a quien comete delitos. El advenimiento de una justicia codificada dejaría luego en evidencia que allí donde se cometen delitos y no se aplica la sanción y el eventual castigo, la sociedad comienza a administrar directamente la justicia regresando al estado del homo hominis lupus, problematizando y dificultando la pacífica convivencia y haciendo del impune un sujeto de alta peligrosidad social. En República, Platón lo ejemplifica en el mito de Giges, un pastor dueño de un anillo que, al voltearlo, lo vuelve invisible, lo que le lleva a cometer los más horrendos crímenes sin jamás ser castigado. Lo que hoy llamamos impunidad otra cosa no es sino un ilegal y privilegiado estado de invisibilidad jurídica que disfruta el malhechor con la complicidad de las vestales de la ley quienes cometen delito de omisión, en lugar de aplicar sabiamente las normas y sus sanciones de manera igualitaria para todos y en beneficio de la sociedad.


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