En los primeros capítulos de su libro Lean to earn. A beginners’s guide to the basics of investing and business, los reconocidos autores sobre temas financieros Peter Lynch y John Rothchild ponen de relieve un aspecto poco conocido sobre los albores de la historia americana: la imperativa necesidad de que alguien pagase todos los gastos que se derivan de la construcción de una nación.

De este modo, plantean Lynch y Rothchild que los libros de historia dan muchas razones para justificar el éxito y la viabilidad en la edificación de las naciones americanas y, concretamente, en el caso de Estados Unidos. El clima, los suelos fértiles, la amplia territorialidad, el sistema político y un sinfín de elementos más. Sin embargo, como bien apuntan los citados autores, detrás de esta consabida escena, alguien tenía que pagar los recibos de los barcos, la comida y todos los gastos de estas aventuras. La mayor parte de este dinero salió de los bolsillos de ciudadanos ingleses, holandeses y franceses que invirtieron en compañías de diversa gama y categoría.

En una fecha tan remota como 1602, ya el público holandés tenía la posibilidad de comprar acciones de la United Dutch East India Company. Fue la Dutch West India Company la primera entidad en enviar personas oriundas de Europa a la isla de Manhattan. Y fue la Virginia Company of London la sociedad que abrió el terreno para la exploración de la geografía que hoy constituye las Carolinas estadounidenses. Durante buena parte de los siglos XVI, XVII y XVIII el patrón se repitió una y otra vez: se creaba una compañía de oferta pública para el desarrollo de un objeto específico, que muchas veces estaba relacionado con el emprendimiento de proyectos al otro lado del Atlántico. En una mezcla de aventura, grandilocuencia y la perspectiva de un horizonte desconocido el ciudadano decidía invertir su dinero en la empresa que más lo atrajese. Se producía un doble ligamen: al tiempo que una persona se volvía propietaria, otra obtenía los insumos necesarios para desarrollar su emprendimiento.

Desde luego, no todo fue un cuento de hadas. Hubo proyectos fantasiosos, irracionales, e incluso estafas deliberadas. Para muestra puede verse lo que sucedió con la Mississippi Company en manos del famoso John Law, y la burbuja originada por el modelo de negocios de dicha entidad. Sin embargo, ante estas circunstancias, el mercado tendió a ser implacable. La reputación de los promotores de semejantes empresas no solo se hizo trizas, sino que en muchos casos existieron sanciones penales para los responsables.

Si hace más de quinientos años las compañías sirvieron para gestionar la construcción de un continente, bien pudiera argumentarse que se pudieran emplear para la eventual reconstrucción de Venezuela. Lo que es más, la recuperación económica del país pasa inexorablemente por la apertura a gran escala del mercado de capitales local.

La existencia de compañías de oferta pública no solo promoverá la tan ansiada democratización del capital, sino que facilitará la recolección de recursos privados destinados a proyectos de envergadura que no pudiesen ser erigidos por un conjunto reducido de agentes económicos. La historia sugiere que un mercado de valores vigoroso tiende a tener países con una institucionalidad más robusta, estable y funcional.

En estos momentos Venezuela requiere desesperadamente esa inyección de recursos para darle un viraje a su situación terminal. Sí, es cierto. No puede enmarcarse este planteamiento fuera del marco de una transición hacia un sistema de gobierno basado en la democracia liberal. Hay que promover en todos aquellos espacios en los que sea posible la reedificación del país de la mano de la propiedad privada y del empresariado. Aunque parezca redundante, la situación lo requiere.


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