El filme Escisión, de reciente estreno en Venezuela, puede ayudarnos en el difícil camino de definir una identidad del nuevo cine venezolano, un concepto en vías de mutación por los problemas inherentes a la diáspora, la polarización nacional, la multiplicidad de conflictos y parcelas, la balcanización del territorio nacional, la darienización de nuestros traumas del exilio.

Actualmente existe un debate interno sobre la designación de la película venezolana que nos representa en el Oscar. Dicha discusión, a menudo, se plantea en términos dicotómicos e inquisidores, en blanco y negro. Pero un análisis serio, debe admitir matices y gradaciones.

En tal sentido, caben destacar tres realidades que se estudian en los campos de producción cultural del mundo, respecto al devenir de las identidades del cine.

Primero, circula la tesis bien fundamentada, esgrimida por Domenec Font, del fin del concepto de identidad nacional en los cines del planeta, tal como la conocimos en la modernidad.

Nos guste o no, seríamos hijos de una identidad más bien posmoderna y difusa, donde los criterios cerrados y dogmáticos del siglo XX, ceden paso a visiones líquidas, contingentes, híbridas, a veces fugaces, que admiten la paradoja feliz, la contradicción, e incluso los mapas de un universo trasnacional y desterritorializado.

De ahí que sea una tarea cuesta arriba, hasta estéril y retrógrada, imponerle una identidad pura o reglamentada al cine venezolano.

El régimen quiso hacerlo con la Villa del Cine y así le fue, sumando innumerables bancarrotas financieras y críticas, amén de un patriotismo exacerbado de próceres a caballo, en una exaltación épica que solo trajo desencanto, desencuentro y agotamiento semiótico.

Al respeto, surge la propuesta de Escisión, como la de un largometraje independiente, gestionado desde la diáspora, para contar el desgarro de un exiliado venezolano en Chile, cuya identidad precisamente se ha desdoblado, entre Caracas y Santiago.

Pese a sus limitaciones de producción, consecuencia por igual de nuestra crisis, la película tiene la virtud de narrar y exponer un cuadro de trastorno psicológico que afecta a los que “se fueron”, pero que todavía deambulan como fantasmas en las mentes de los que “se quedaron”.

Así y todo, el protagonista intenta rehacer su vida, rearmar su experiencia laboral y emocional en el extranjero, compartiendo con los locales, vinculándose amistosamente con ellos.

Sin embargo, parte de él permanece atada a sus recuerdos y pasados de angustia, a una imagen de muerte y luto que lo acompaña, a una sombra de pesadilla de la que no parece haber escape.

Por tanto se trata de una lectura de la identidad del cine venezolano actual, según el prisma y el filtro del género del terror psicológico.

Atención, como siempre, porque el incremento de producción de cintas criollas de terror no es algo casual o que responda simplemente a un asunto de adaptación de mercado.

En segunda instancia, autores como Roger Koza se preguntan por la centralidad del cine contemporáneo, y también por la necesaria presencia de una descentralización que anima a la creación en las periferias del mundo y de los países, amén del impulso de las escuelas experimentales y de las tendencias federales, a través de formatos como el documental, el corto, la animación y la vanguardia.

En efecto, el cine mundial ha conocido de siempre, pero sobre todo al día de hoy, de una explosión y de una insurgencia de las periferias sobre las centralidades de otrora, lo cual no solo es visto en el dominio de la mentalidad internacional en el Oscar y Cannes, caso de Parasite y Roma, sino del impacto y la influencia que exponen realizadores que se niegan a trabajar en compartimientos estancos, haciendo que los géneros tradicionales vuelen por los aires, así como las viejas definiciones territoriales.

Es un contexto altermundista, si se le quiere poner un nombre, que incentiva la obra de autores como Apichatpong Weerasethakul, que decide abordar sus conceptos, no desde su Tailandia natal, sino desde el exilio en Colombia (Memoria).

O el caso de Rithy Phan que lleva décadas, narrando el desgarro del alma camboyana a partir de su genocidio, ejecutando sus proyectos en Francia.

Verbigracia, valga la cita de casos de una conciencia aún más multivérsica y expandida, como los del español León Siminiani en su reciente investigación en Colombia (El síndrome de los quietos) y del director venezolano Andrés Duque que maduramente construye una cultura personal y colectiva en Europa, rodando títulos de la talla de Oleg y las raras artes.

De modo que, ejemplos así, despedazan cualquier conversación que busque impartir lecciones de moral sobre identidad en el cine. Una conversación, que de entrada, se antoja viejuna en muchos foros.

Siendo estrictamente objetivos, la nacionalidad de cualquier realizador venezolano no debería estar en cuestión, tampoco la legitimidad autoral de sus ideas en cualquier lugar mundo.

De manera que cintas como La Caja tienen derecho a aspirar al pasaporte que deseen, independientemente de sus orígenes.

Lo otro es caer en una batalla xenofóbica, una cruzada endógena que nos terminará de paralizar, o de sumir en una pelea sindical que va tomando ribetes de asamblea burocrática, creyendo que hay unas discriminaciones buenas y unas malas, o que nos sentimos víctimas de discriminación, discriminando a otros venezolanos.

Al punto de hoy, considero que La Caja debe recibir nuestro apoyo para que termine su corrida en la temporada de los premios de la academia, dejar de enlodar su campaña, de señalar a su director que merece el respeto de todos, porque nos ha dado un León de Oro y lo animan las mejores intenciones.

Puedo tener o no algunas diferencias puntuales con Lorenzo Vigas, pero no dudo de sus capacidades y del éxito de su carrera que ha llevado en alto la marca del cine venezolano, representándola en las mejores vitrinas del planeta.

Así, que de ahora en más, le deseo buena suerte a La Caja y espero que consiga un espacio en el corazón de la academia de Los Ángeles.

Por el bien de nuestra cultura, vamos a unir esfuerzos en el cine venezolano por un objetivo común.

Creo que podemos seguir exigiendo que la designación del Oscar en Venezuela, sea más abierta, inclusiva, transparente y democrática.

Pero ello no debe estancarnos en una disputa sobre una identidad y una nacionalidad del cine venezolano, que merecen todos los creadores por igual, los que se fueron y los que se quedaron.

Lo demás es caer en un límite de censura y de racismo, que requerimos expurgar, pues así el cine venezolano retrocedió en los primeros años del milenio, cuando surgieron las listas negras de Farruco Sesto.

No hagamos hoy una cacería de brujas con Lorenzo Vigas y La Caja, con ninguna película, convirtiéndolas en víctimas de una controversia digital que pronto asume tintes personales y odiosos de posverdad, con señalamientos y acusaciones por desviacionismo.

El mundo nos está viendo y estamos quedando todos feos para la foto de grupo. Como unos venezolanos feos que no se dan tregua, ni para hablar de cine.

Suscribo las palabras de Vigas al aseverar en entrevista reciente para Crónica Uno: «Es peligroso apropiarse del derecho de afirmar qué es venezolano. Tiene un tinte medio fascistoide y reaccionario».

A propósito del tema, la crítica nacional ha razonado el asunto de la identidad del cine criollo, durante las últimas décadas. Comparto la teoría del colectivo Cine Oja, que afirma que un problema es la carencia referencial y la adaptación pragmática a una estética importada. De ahí luce problemático, para algunos, que las películas nacionales ya no muestren al país y sus conflictos, apegándose a modas que circulan en festivales y contenedores de streaming.

Hoy es grave que el cine nacional haya perdido sintonía y alcance en muchos festivales internacionales, por diferentes motivos políticos y culturales.

Una forma de reconectar, es comunicando mejor y diseñando una campaña que amerita inversión.

Empezar de cero, otra vez.

En cualquier caso, bienvenida la propuesta de Escisión que incentiva a una generación de relevo, que también busca ser visibilizada.

Procuremos un país y una industria que permitan que todos puedan expresarse con libertad, desde cualquier lugar del mundo. Después podremos evaluar el resultado.

Pero los destinos creativos de un autor y sus circunstancias territoriales no se discuten.

Si no pregúntenle al Buñuel de México o al Tarkovski del exilio. Gracias a ellos la identidad del cine no le pertenece a nadie, menos a los que se comportan como agentes de una aduana, o a policías en alcabala que destilan resentimiento y cizaña.

Por una identidad sin fronteras.

Ojalá no se lo tomen personal, desviando el foco.

Elevemos el tono del discurso.


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