Nos hemos estado acostumbrando a las estridencias del nuevo presidente americano, Donald Trump, en las que, de manera desinhibida, promete ejecutorias que, al final, no se instrumentan. No se trata de que en su fuero interno el personaje no le dé cabida a extremas posiciones en temas que lo irritan, sino porque alguna buena dosis de sindéresis le es impuesta desde su reflexivo entorno inmediato.

En el caso de nuestros vecinos, es bueno hacer notar que el presidente norteamericano, desde el momento de su investidura, no le ha ahorrado ácidas críticas a quien es hoy uno de los mejores aliados con que cuenta en el subcontinente. La descalificación ha venido por el lado del mal manejo del narcotráfico, un drama universal del que Colombia sigue siendo un pilar fundamental. A Donald Trump le inquieta el incremento de las plantaciones de coca dentro de la geografía vecina hasta el punto de que, hasta en sus apariciones públicas en presencia de las autoridades neogranadinas, le otorga al asunto un peso preponderante.

Nada de ello le ha hecho gracia al presidente de los colombianos, quien considera haber echado el resto con la gesta pacificadora de La Habana –su signo distintivo–, pero a quien el tema del crecimiento exponencial de los sembradíos ilegales no le ha dado ni frío ni calor. Cualquiera que sea la explicación que exhiba el Ejecutivo colombiano para justificarse, las áreas cultivadas que hace un lustro se medían en 88.000 Ha, han pasado ocupar una extensión de 188.000 Ha en ese país.

En la semana que termina, la prensa opositora de nuevo hizo un festín de un acto hostil del gobierno americano en contra de la política antidroga de Santos. Y con grandes mayúsculas se ha hablado en Colombia de la amenaza de “descertificación”. La realidad es que el jerarca americano no ha abierto su boca para amenazar, pero ha hecho público un memorándum de la Presidencia al secretario de Estado donde ha ido tan lejos como colocar a Colombia al nivel de Venezuela o de Bolivia en esta materia, dos países que son puntales del narcotráfico universal.

Sin embargo, nada indica que se esté preparando tal cosa. Más bien, en el Congreso americano le siguen metiendo el hombro a Colombia en materia de ayuda económica para sus proyectos antidroga, aunque algunos parlamentarios se encarguen de mantener viva la culpabilización al gobierno de Juan Manuel Santos. El Ejecutivo norteamericano sabe que tienen un aliado fuerte en suelo colombiano en aquello de intentar ponerle punto final al drama venezolano y a la reinstauración de su democracia, un asunto crucial en el que los gringos, de cara al mundo, sí están asumiendo posiciones consistentes en cada uno de los poderes del Estado. Y Colombia les está dando la mano a pesar, de los pesares.

No quiere esto decir que la actuación de los vecinos en materia antidroga no va a ser examinada con lupa por parte de los entes facultados del gobierno del norte, y la sanción de una descertificación estará siempre dentro del decorado. Pero en esta ocasión no irán tan lejos como durante el mandato de Ernesto Samper. Es que existe también plena conciencia, dentro de las autoridades y en los organismos competentes, de que la batalla antidroga pasa igualmente por un esfuerzo superlativo por reducir el consumo, un tema en el que los americanos están en falta crasa.

Mientras tanto, la alta política se impone. Donald Trump continuará con su justificada bandera antimadurismo a la cual ahora se suma Santos con un lenguaje menos atrabiliario, pero se suma. Quizá lo hace por saber que tiene rabo de paja en dos terrenos: en no haber sido eficiente en la erradicación en casa de la planta maldita y en haberse valido de la corrupción que prolifera en altas esferas venezolanas para endosarle la actividad del tráfico de sustancias ilegales que aún siguen siendo procesadas en Colombia.


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