Ayer vi uno de los trabajitos que ha hecho este gobierno. Esos que sabe hacer como ninguno. Vi las instalaciones de mi CIV golpeadas, como toda mi Venezuela.

Sí, el otrora Colegio de Ingenieros del Área Metropolitana, CIAM, donde por más de cien años se ha entregado sabiduría, compañerismo y lealtad al colegiado, se encuentra al borde del knock out, sí, casi estirando la pata.

Lo recorrí para ver si quedaba algún hueso sano y nada: la piscina, antes orgullo por su calidad y belleza dejaba ver la falta de mantenimiento, y su color y sedimentos traducen su condición no apta para su uso; los baños con un flujo de agua al mínimo no posibilitaba el funcionamiento adecuado de los fluxómetros; los libros en los estantes con caras envejecidas y el estacionamiento mitad cerrado. 

Esas condiciones precarias de mi CIV me pusieron a especular porque dice cómo está el gremio, cómo está la sociedad de ingenieros. Que no haya una silla para sentarse, que no tengas dónde tomarte un café me dejó un sabor amargo. Me puso a cavilar: ¿para dónde vamos?

Extrañé aquellas mesas con mantel vecinas a la piscina donde Manolo nos atendía. Sentí nostalgia de no ver a ningún conocido, ni siguiera esos personajes con título de ingeniero y cara de sindicalista que también animaban el área de la piscina. Añoré varias cosas y sentí la presencia de muchos que ahora no están, sí, pero lo que más me impactó fue la santamaría del cafetín abajo con ese mensaje de ruina que pasea Venezuela, sin nada que diga “cerrado por duelo”, “ya vengo”, “Seniat”. No, le había llegado la hora como a muchos otros y ni siquiera su ubicación, allí en el corazón del CIV, lo salvó. La peste del siglo XXI también se lo llevó.

Habíamos llegado al CIV para reunirnos, una cuestión de ingeniería, y como se deduce requería de unas sillas y una mesa. Comenzamos metiendo el ojo y nada en el área de la piscina; subimos al nivel de recepción y preguntamos, nada; seguimos en la búsqueda y por allá, cerca de la cancha de basquetbol, vimos unos señores comiendo. Nos acercamos y pudimos armar lo necesario: tres sillas plásticas y una mesa rota, pero con un porcentaje de superficie sano como para apoyar la portátil.

En el tiempo que estuvimos allí pensé en varias cosas: los ingenieros de este país, las sociedades asentadas dentro del colegio, las instalaciones donde celebramos tantas cosas y donde oímos tantas charlas magistrales, nuestras reuniones optimistas para cambiar el mundo; reflexioné sobre muchas cosas, pero lo que más me impresionó fue la soledad, desde el estacionamiento hasta la piscina. Esa soledad.

Dios, ¿dónde está la Venezuela del progreso? ¿Dònde? ¿Qué se hizo de aquella patria que paría ingenieros de padres camioneros, médicos de madres vendedoras de empanadas? ¿Dónde fue a tener aquel país exportador de petróleo que llevaba agua y luz al rincón más apartado? ¿Qué le pasó a ese venezolano que sustituyó la guinda por la regadera, la lámpara de querosén por el bombillo, la polvareda por el asfalto, el brujo por el médico?

Un país que ya no es sustentable donde casi no hace falta la ingeniería, y si se necesita el gobierno la trae de otra parte para demostrar que los ingenieros venezolanos somos innecesarios y solo mantenernos haciendo tiritos. Un gremio en decadencia, mi gremio.   

Esta tristeza que produce pensar que nuestro CIV va a terminar con las puertas cerradas, seguramente en un acto de despedida tipo RCTV, con la presencia de varios de nosotros vestidos de flux, no la concibo. Que en algún momento de esta calamidad allí solo quedarán ruinas debe mover nuestras fibras y obligarnos a actuar. Apuesto a eso porque todo nuestro entrenamiento ha sido para construir, para crear, para hacer cosas en pro del progreso y el bien, y esa motivación jamás no las quitarán.


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