“El cisne es blanco, sin mancha y canta dulcemente. Esa canción anuncia el fin de su vida”. Leonardo da Vinci.

Ben Johnson, gran dramaturgo y poeta del Renacimiento, afirmaba que William Shakespeare no pertenecía “a una determinada época, sino a la eternidad”. Lo llamaba, no por mera retórica, “el cisne de Avon”. Como se sabe, el cisne tiene, entre otras, la propiedad de posarse sobre los pantanos más pestilentes sin llegar a ensuciarse, sin perder por ello su impecable pulcritud. Por si no bastara el asombro ante semejante cualidad, conviene agregar que es de origen griego la metáfora del “canto del cisne”, según la cual, y poco antes de morir, el cisne interpreta el más bello de sus cantos. “Los cisnes –dice Aristóteles, en su Historia de los animales– son musicales, y cantan sobre todo en la proximidad de la muerte”. Durante su estancia en Oxford y en Londres, Giordano Bruno, cómplice de la “jerga de rufianes” shakespeariana y mártir por excelencia de la filosofía, pudo haber afirmado, con Ovidio, que “los cisnes suelen anunciar el canto de su propio réquiem”.

Para que sea efectivamente objetivo el actus purus es absolutamente necesario –indispensable– atravesar un mar de impurezas. Más allá de las almas bellas –esa obstinada y siempre impotente figura de la negación abstracta que, pañuelo en mano, cavila y arquea frente a la inminente posibilidad de tener que ensuciarse las manos con el lodo de la “realidad efectual de las cosas”–, para que la libertad pueda demostrar la objetividad de su verdad frente a la tiranía, tiene que enfrentarse a ella y vencerla en todo escenario posible, hasta su definitiva superación. Lo “puro” no es puro si no es el resultado de su persistente lidia en y con lo impuro: Hic Rhodus, hic saltus. Nadie conoce más y mejor el valor de la pulcritud que quien ha tenido que vérselas, de frente, con la inmundicia.

Esta es, tal vez, una de las mayores lecciones de vida que Shakespeare le ha dejado escrita a la humanidad, de su puño y letra. Por cierto, con el auxilio de su siempre prístina pluma de cisne. To be or not to be –¿votar o no votar?–: that is the question. La base de toda autonomía consiste en saber asumir conscientemente la propia responsabilidad. El fundamento de toda democracia no es la dictadura de la mayoría, sino el respeto por la toma de decisión de los otros, aunque esa decisión no se comparta. En el pórtico de un siglo que parece estar signado por el fanatismo, la intolerancia y la tiranía, propias de los totalitarismos de todo signo, es obligación de quienes se esfuerzan en recuperar las sendas perdidas de la democracia no reproducir los mismos defectos e inconsistencias que han terminado por sepultarla. Ser auténticamente demócrata no consiste en declararlo formalmente. Ser es, siempre, hacer: praxis. Lo máximo, decía Hölderlin, está presente en lo mínimo. De igual modo, la “pureza”, sea esta filosófica, científica, política o moral, no es algo que ya venga dado, “listo para servir”, un supuesto previo que se presenta en una estructura arquitectónica prefabricada e independiente de la vida cotidiana –un “modelo” externo a la cosa–, sino que vive en la íntima coherencia y fecundidad comprensiva de cada situación particular.

Mucho más importante que los bizantinismos –que por lo general solo sirven para ocultar las pasiones tristes de quienes convierten el resentimiento, el odio y la retaliación en las motivaciones centrales de su existencia–, son “los latidos del corazón de viejo topo”, la auscultación del devenir de una sociedad que ha terminado por perder el control de sí misma y va flotando, a duras penas, sobre las aguas de la deriva. Mientras persista la torpe vocería de quienes confunden las causas con los efectos y los efectos con las causas, la canalla vil del narco-Estado seguirá recuperando sus fuerzas, oxigenando sus órganos vitales y exhibiendo ante el concierto internacional una musculatura que, desde hace mucho tiempo, no pasa de ser más que una ficción. En nombre de “los principios” –en realidad, un amasijo de prejuicios, mezcla de restos de anacronismos ideológicos y resabios de infantil seminarismo o de convento para termitas– la realidad real se difumina hasta la distorsión. Al fondo, ya no se puede ver con claridad la noble figura del espectro hamletiano, que reclama justicia, sino a un payaso, un guasón bananero trajeado de verde oliva, que sonríe a carcajadas mientras pisa con sus gruesas botas la dignidad de toda una sociedad exhausta.

Entre tanto, desde la distancia, y por encima de las miserias, los disfraces y la humareda dejada por las fiestas patronales (¡o satelitales!), el cisne-bardo sacude su lanza (shake-spear), mientras exige el consenso de rigor que ponga fin, de una vez por todas, a la tragedia del yugo y haga resurgir la virtud y el honor, sobre las firmes bases de una nueva cultura, de una educación de calidad y mérito, inspirada en el esfuerzo y la constancia, como la única posibilidad cierta de recuperar el espíritu democrático y poder conquistar la libertad, el progreso y la paz social y política. Los ojos de la civilización observan atentos los traspiés de la secuencia, desde una pantalla dividida en dos tomas de un mismo juego: de un lado, el triste espectáculo de un país que todo lo tiene para ser mejor, aunque obsesionado por los apasionamientos autodestructivos. Del otro, los intentos secesionistas de una de las regiones más pujantes de la Madre Patria, empecinada en marchar hacia la bancarrota posmoderna. También el sadismo oriental observa, a medida que promueve el crecimiento de sus anhelos totalitarios.

Llega la hora de la muerte del cisne. La tragedia da inicio a una nueva aurora. Su canto postrero es tan perfecto como inequívoco. Por eso, su réquiem aguarda. No culmina. En él las esperanzas no florecen. Prefiere anunciar la paradoja del fin de un siglo que apenas inicia, porque tarde o temprano la ruindad dará cuenta de los mayores trabajos de la razón. No obstante, sabe inspirar ejemplo: a veces toca enlodarse para comprobar la propia pulcritud. El amigo de Bruno, con la debida prudencia, también leyó a Maquiavelo. Y es probable que ambos compartieran –mientras se mofaban de las estériles disputas de los dogmáticos de siempre– las astucias que sostienen la trama del gran florentino.


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