El pasado domingo más de 70 líderes del mundo conmemoraron alrededor del arco de triunfo de París el armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial. En un emotivo y austero acto organizado por el gobierno de Francia se recordaron los millones de muertos, heridos y mutilados. El propio presidente Emmanuel Macron en uno de sus más sentidos discursos invocó a todos aquellos que murieron para que el resto pudiera vivir, para que no se olvidara el pasado y lo que implicó la construcción de la sociedad de paz de nuestros días. Macron realizó una defensa del multilateralismo que tiene el reto de enfrentar los conflictos internacionales así como denunció la amenaza de un oscurantismo contemporáneo que atenta contra la unidad entre las naciones. Una amenaza que viene también dada por la contaminación planetaria, el hambre, la inequidad y la ignorancia. Viva la paz entre las naciones libres del mundo, fue su frase final. Un siglo ha transcurrido desde que millones perecieron atrapados en unas trincheras cuya única vista por encima del suelo era la de las balas y el gas mostaza. Solo en las batallas del Somme y el Marne murieron unos 1,5 millones de combatientes. Luce extraviada en un tiempo muy lejano esta gran guerra que parece haber sido puesta a un lado por la contundencia de la Segunda. Luego del Tratado de Versalles el mariscal Foch comentó que se trataba tan solo de una tregua por veinte años.

Muchos se preguntan por sus verdaderas causas porque sus consecuencias fueron las revoluciones sociales como la espartaquista o la soviética, la temible inflación y el ascenso de los fascismos, además de la propia Segunda Guerra Mundial, que no fue sino su continuidad. Quizá los imperios y las naciones en abierta competencia por el dominio mundial apenas necesitaron de un detonante para poner sus maquinarias bélicas en acción para enfrentarse unos con otros en la ilusa creencia de que la guerra apenas duraría unos meses. Una de las provocaciones que más recelo causó para los británicos fue el desarrollo de una marina de guerra por parte del Imperio alemán en su imparable unificación a partir de Bismarck. Quizá había una paz precaria que los ejércitos europeos querían retar para que sus soldados terminaran despanzurrándose entre ellos. Los franceses querían vengarse de los alemanes que en 1870 tuvieron la ocurrencia de coronar emperador a Guillermo I nada menos que en Versalles, al cabo de ganar la guerra franco-prusiana y se habían llevado como recuerdo de la toma de Francia las provincias de Alsacia y Lorena. La deserción francesa en la Primera Guerra Mundial apenas fue significativa. La ruptura de la alianza germano-rusa por parte de Guillermo II y la despedida de Bismarck contribuyeron a redibujar un nuevo mapa político y el recrudecimiento de las tensiones. El canciller de hierro pensaba que la paz de Europa estaba garantizada en ese pacto que el Kaiser pateó desde su bigote altanero.

Pero fue esta guerra la que logró marcar una herida incurable a la cultura occidental. A partir de ella, nada continuaría igual. En esta guerra todos perdieron y nadie ganó. El sistema de la seguridad en la continuidad civilizatoria al que refiere Stefan Zweig en su libro El mundo de ayer, estalló en mil pedazos cuando comenzaron las hostilidades. Escribe Zweig que la guerra no puede explicarse “sino por el exceso de fuerza, por las trágicas consecuencias de ese dinamismo interior que durante cuarenta años había ido acumulando paz y quería descargarla violentamente”. Dos décadas más tarde regresó el revanchismo como si aprender no fuese nunca posible.

Este 11 de noviembre de 2018 a las 11:00 de la mañana sonaron todas las campanas de las iglesias de Francia recordando el armisticio que juntó a los grandes conductores del mundo actual. Macron recordó que el único combate debe ser por la paz. Ojalá sea del todo cierta esta aspiración universal en esta nueva era del entendimiento planetario.


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