Apenas ha transcurrido un año de lo que será un largo proceso para atornillar algún género de paz en Colombia. Aún no se sabe cuál.

No creo que nadie creyera que con la sola firma de un convenimiento entre las dos partes de un conflicto cruento y desalmado con una duración de más de medio siglo se pudiera reinaugurar, de la noche a la mañana, un nuevo país calmado y sin distorsiones.

El primero en ser consciente de los escollos que se encontrarían en el camino hacia la refundación de Colombia era el propio presidente en ejercicio. Creo estar segura de que en el ánimo de Juan Manuel Santos nunca existió la convicción íntima de una paz absoluta. El gestor y administrador del acuerdo de La Habana sabía muy bien que tendría que transar ante los criminales, y así lo hizo, para conseguir para los suyos una paz que sería chucuta, a medias, con remiendos, incompleta y deficiente.

En este año que ya ha transcurrido ha conseguido dar pasos de avance. Las fuerzas irregulares han sido desarmadas en una proporción significativa aunque no sea suficiente. El tránsito hacia un esquema de justicia ad hoc (JEP), sin el cual no sería posible la reincorporación de los guerrilleros y sus cabecillas a la vida institucional del país, se ha estado implementando bajo la vigilancia del Ejecutivo, y con la participación activa del Legislativo colombiano y de su Corte Constitucional.

Los guerrilleros alcanzaron, con el régimen legal que les permite actuar dentro de las instituciones en las que se hace política en el país, lo máximo a que podrían aspirar en el terreno de su reinserción en la dinámica social y política colombiana.

Aun así, se están dando actualmente a la cínica tarea de manifestar formal y abiertamente, dentro y fuera de Colombia, que no están contando con apoyo suficiente de parte del Estado para la puesta en marcha de los acuerdos de La Habana. Han llegado al extremo de dirigirse a la Corte Penal Internacional para denunciar como lesivas de sus compromisos con el Estado y con el país las reservas que estos dos órganos –el Parlamento y la Corte– han levantado responsablemente frente al articulado del acuerdo y frente a la JEP.

Se pregunta uno si lo que se está cocinando a fuego lento en el lado insurgente de la ecuación no es un retroceso programado de lo convenido con el gobierno. Lo cierto es que el clima que se está gestando en la vecina patria neogranadina es el de un impasse de consecuencias posiblemente nefastas.  

La confusión reina a un año de la firma de la paz. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas armas quedan aún por fuera del acuerdo, cuántos efectivos guerrilleros siguen actuando en el reclutamiento de menores, ni cuál es el resquicio que les está permitiendo mudar sus bártulos al lado de la frontera venezolana para mantenerse vivos y vigilantes desde más allá del Arauca.

El caso es que el colombiano que anhelaba con una sociedad apacible y sin sobresaltos, desde la cual la cual dedicarse a construir un país estable con una economía sólida y próspera, continuará soñando con una paz que aún no alcanza y que tiene muchos chances de retroceder, solo sabe Dios hacia dónde.

 No existe tal cosa como una paz perfecta. Pero a lo menos que puede aspirar el ciudadano de a pie, después de haber visto masacrados a 220.000 de sus compatriotas, es a vivir en un país en donde no haya condiciones ni imposiciones para el silencio de las armas. Aún las FARC se siguen abrogando el derecho de exigirlas.


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