Una perversa particularidad de la actuación de los líderes chinos de los tiempos actuales es su determinación de ignorar las regulaciones acordadas por todas las naciones a escala mundial para ordenar las distorsiones y las anarquías que se producen en los mercados internacionales si estos son dejados al libre manejo de quienes participan en ellos.

Si la normativa acordada a escala global por la OMC (Organización Mundial del Comercio) beneficia nítidamente a China, ella es aceptada de buena gana. Pero aspirar a que China se sume al esfuerzo universal por establecer límites a la desbocada competencia que existe en los mercados, cuando ello le impone disciplinas costosas, normas antipáticas de cumplimiento o simplemente obstáculos en la consecución de sus objetivos particulares, es una perfecta quimera.

Hace una semana el destacado semanario inglés The Economist recogía una voz de alerta global acerca de la manera como China ha ido ganando fortaleza en los mercados internacionales a través de una agresividad sin parangón histórico, y no precisamente a través de un juego comercial ortodoxo. La situación reviste tales características de gravedad que la más alta autoridad en materia de comercio externo en Estados Unidos ha considerado que las reglas que en teoría organizan internacionalmente los intercambios ya no alcanzan para ordenar el juego mundial y evitar que el coloso de Asia se convierta en una seria amenaza para todos.

Algunos elementos del juego desbocado e irreverente de Pekín ponen en peligro los esfuerzos de otras naciones por surgir: el manejo del valor de su moneda para beneficiar a sus exportadores, el absoluto irrespeto por la propiedad intelectual ajena, el subsidio estatal al financiamiento de sus inversiones externas son solo algunos.

Es en el área del robo de información digital, totalmente desregulado y por tanto despenalizado en China, donde hoy se producen las distorsiones que pueden ser más nocivas a futuro. Nada indica que el comportamiento gubernamental chino, en este terreno, vaya a modificarse dentro del horizonte cercano y es poco lo que puede hacerse desde el exterior para poner fin a tan perniciosa manera de actuar en el terreno de la competencia desleal.

Este irrespeto olímpico de las normas –“todo es válido si a mí, en particular, me favorece”– es un fenómeno actitudinal muy propio de los modelos comunistas y totalitarios, ante el cual las sanciones que pudieran venir de los órganos reguladores internacionales no pintan.

Los mecanismos reguladores existen y las sanciones también en el ámbito de la OMC, por ejemplo, pero los mecanismos de reparación son lentos, torpes y extemporáneos.

Así pues, el mundo debe estar vigilante ante una avalancha monumental y cada vez más sofisticada tecnológicamente de productos chinos fabricados y puestos a rodar en los mercados al margen de las regulaciones que otros sí respetan. Por igual la inversión china más allá de sus fronteras se hará más dinámica e intensa, mientras las vallas para contener la inversión foránea en China en las áreas que desean proteger se tornan cada vez más altas.

China no entiende de reglas. Y no hay camisa de fuerza a su medida.


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