El tramo final de la Unión Soviética recuerda el caso del Sr. Waldemar, aquel personaje de Poe que tuvo la desgracia de padecer un trance hipnótico que superó a su muerte y terminó haciéndole rogar por ella. La lista de eventos que jalonan su agonía es larga (la economía que no perdona, la invasión a Afganistán, la muerte de tres gerontes en rápida sucesión), pero un evento inesperado fue el comienzo del conteo final. El 26 de abril de 1986, el reactor cuatro de la central nuclear de Chernobyl estalló durante una prueba de mantenimiento, generando una catástrofe planetaria y una soterrada tormenta política.

Chernobyl, la serie de HBO, es una recreación de aquel episodio, ubicando su acción en tres tableros que se superponen. El primero es el de la peripecia en sí, reflejo de la angustia por el contacto con lo impensable y el segundo es el de la lucha de los técnicos por encontrar una solución rápida a una fuga radiactiva que pudiera generar un caos absoluto en el país y el continente. Hay un tercer plano, que unifica los dos anteriores y que se transforma en la columna vertebral de la serie. Todo transcurre en la Unión Soviética de 1986, en la cual por primera vez un secretario general ha desplazado a los carcamanes del viejo régimen y promete descongelar el socialismo con el “glasnost” y la “perestroika”. Se enfrenta entonces a la pesadilla de todo reformista: la resistencia de la burocracia. Esta a su vez se da a todos los niveles y el triunfo de la serie es ver cómo uno es espejo del otro. La catástrofe ocurre porque un técnico de la central, en su arrogancia, decide seguir con la prueba más allá de lo que el sentido común y la advertencia de sus subalternos le aconsejan. Y luego, ante el hecho consumado, continúa negando la realidad y hablando de un problema menor. Aun cuando los hechos lo desmienten. Este desprecio por la realidad encuentra su imagen espejada en las autoridades políticas que repiten la ficción y, solo se rinden ante la evidencia cuando un técnico rebelde logra penetrar la nube de mentiras y llamar la atención de Gorbachov.

Por eso Chernobyl, la serie, es apasionante. Porque es capaz de transmitir en clave realista lo que las fábulas de Orwell anticipaban. El drama de Chernobyl no es solo el tuteo con el apocalipsis que la falla de una central nuclear puede producir. De hecho, el cine había rozado el tema en alguna oportunidad (El síndrome de China, 1979), y la pesadilla volvió a hacerse realidad con el desastre de Fukushima en 2011 que cobró 15.893 vidas ‎. El drama de Chernobyl es que la Unión Soviética dejó fermentar hasta el día de hoy la cifra oficial de 31 muertes, lo cual transforma un incidente nuclear en una catástrofe no solo ecológica, sino en esencia política y su resolución en un resultado de los tiempos que se vivían.

Vivimos en un  mundo devorado por las verdades alternativas y las posverdades que reivindica las obsesiones de Orwell y dice  mucho sobre cómo los fantasmas de Orwell trascienden la realidad inmediata que los generaron.

El estilo visual de la serie, sus colores plomizos, la grisura de sus personajes, la tosquedad socialista de sus ambientes, reflejo de la pobreza intrínseca que la opresión del sistema genera, es la contracara política de Chernobyl. Su agonía en medio de tantas muertes que quedan inconfesadas es la agonía de un sistema cansado en el cual, milagrosa, inexplicablemente, un aparatchik comprende la gravedad de la situación y toma cartas en el asunto. Esta lucha sorda contra la burocracia es narrada en el contexto del terror que las malas noticias provocan, por el hecho de tener un efecto letal ante el poder. Son noticias verdaderas que arrasan no solo con el pueblo cercano, sino con las esperanzas. Las únicas escenas de pasión que vemos son las que transcurren en un hospital, cuando las quemaduras en los cuerpos desnudos ya no dejan espacio para la mentira oficial y los efectismos burocráticos. Lo único que queda es la angustia, ya no ante la muerte, sino ante la negación de la realidad, tema último de la serie y qué duda cabe, tema obsesional de Orwell. El entrecruzamiento de la mentira con el poder provoca Chernobyles, iguanas que acaban con sistemas eléctricos, o revoluciones verbales. Con el agravante esencial de barrer con el más mínimo resquicio de sensatez. Gorbachov, el reformista, fue sin duda una figura trágica. Pretendió un asalto imposible. Darle al socialismo real un rostro compasivo, respetuoso de la verdad y responsable ante ella. Una misión imposible que tuvo el final feliz de dar por tierra con una pesadilla de setenta años.


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