Desde la llegada de Chávez al poder, nos fuimos acostumbrando a que cada día se recortara un poco de nuestras libertades y a que cada día se le diera una pequeña rebanada a la democracia. Al principio, muchos de aquellos que experimentaron en carne propia esta forma de gobernar, o no le prestaron atención o se resignaron a ella; otros protestamos con toda nuestra energía e hicimos todo lo que estaba en nuestras manos para denunciar estos hechos ante distintas instancias internacionales. Aunque en algunos casos obtuvimos la condena del Estado, lo cierto es que, hasta hace pocos días, la sociedad internacional miró para otro lado y fue cómplice silencioso de lo que ocurría en Venezuela. Después de las recientes sentencias de la Sala Constitucional del TSJ, calificadas casi unánimemente como un “golpe de Estado”, ahora es que lo ven. Pero estas decisiones solo son la última tajada posible, pues ya no quedaba nada más que rebanar. Eso no cambió nada.

Los golpes de Estado siempre son obra de los más ineptos; pero Curzio Malaparte, autor de Técnica del golpe de Estado, se habría quedado sorprendido al enterarse de que unos jueces carentes de la más simple idea de lo que es una Constitución, sin mover una sola guarnición y sin disparar un solo tiro, habían tomado el poder en un país tropical. Desde luego, la prensa internacional quedó estupefacta ante unos jueces que se creyeron autorizados para anular de un plumazo la Constitución nacional, designar a quien podrá dictar las leyes, a quien tendrá competencia para tipificar nuevos delitos, y a quien podrá acusar penalmente ante los tribunales.

La democracia venezolana no despareció, de la noche a la mañana, como consecuencia de la insensatez de unos jueces ignorantes y serviles. Hace muchos años que, con el asentimiento de Luisa Estella Morales, Chávez decretó que la independencia de los poderes públicos era una idea obsoleta, que debía ser sustituida por la coordinación y la cooperación de todos ellos, obviamente con el Poder Ejecutivo.

Hace casi dos décadas que los tribunales de justicia se convirtieron en el verdugo de las decisiones anunciadas primero por Chávez y luego por Maduro. Ya no es un hecho novedoso el que los venezolanos sean perseguidos y encarcelados por sus ideas políticas, que la prisión preventiva se haya convertido en la regla y que los servicios de “inteligencia” realicen funciones que le corresponden a la Fiscalía General de la República.

Durante el chavismo, en Venezuela se ha recurrido a la censura más descarada, cerrando medios de comunicación social, persiguiendo a periodistas, silenciando informaciones, creando delitos de opinión y montando una campaña de propaganda oficial que haría palidecer a Joseph Goebbels.

La estigmatización de quienes no comparten la ideología del régimen tampoco es nueva. Todos los que denuncian al Estado por violaciones de derechos humanos, los que han advertido al mundo sobre el carácter totalitario de quienes nos gobiernan, o quienes acusan al chavismo de haber cercenado la democracia son calificados de traidores a la patria o de lacayos del imperio.

La Constitución de Venezuela no se derogó ayer. La existencia de presos políticos y los tratos crueles e inhumanos a los que se les somete no son prácticas recientes. No es ahora que se está desconociendo la voluntad popular. Las atribuciones de la Asamblea Nacional no fueron usurpadas ayer; no hay una sola ley dictada por la actual AN que haya sido promulgada y ejecutada por este régimen, y hace más de un año que ya no se respetaba la inmunidad parlamentaria. Nada ha cambiado con las decisiones de la Sala Constitucional; todo sigue igual. ¡Excepto porque a esta dictadura ya se le cayó la careta y porque la sociedad internacional se ha quitado las anteojeras!


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