La despoblación de las zonas rurales se ha convertido en España en un asunto del que se ocupan, cada vez con más frecuencia, los medios de comunicación. El abandono de los pueblos rurales y esa España que se vacía por la salida de los jóvenes a las ciudades ha dejado de ser un tema anecdótico para revelarse como un problema estructural. Es la expresión de una realidad social que ha cambiado pero que, simultáneamente, persiste en esa vida rural de pocos habitantes, mucha historia y una larga tradición de producción.

Hay, sin embargo, otra forma de vaciamiento: la que viene dándose en el campo venezolano. Es el vaciamiento de los campos sin sembrar, del abandono, de la improductividad, de la desolación, de la impotencia ante la realidad de falta de semillas, de inversión, de infraestructura y, sobre todo, de confianza. Es el vaciamiento producto de la persecución, del ahogamiento, de la falta de políticas que estimulen la producción y de la sobra de errores generados por la pretensión o la ilusión estatizadora y socializante.

Los representantes de los productores del campo lo dicen en todos los tonos: reducción de las hectáreas cultivadas, falta de semillas y de fertilizantes, creciente dificultad para obtener equipos, maquinarias y repuestos, abandono de los proyectos de investigación, falta de divisas para cubrir las necesidades de importación y, además, una enorme inseguridad, en muchos casos mayor que la que se padece en la ciudad. Víctimas del cuatrerismo y del vandalismo los productores no están seguros de sus siembras ni de las reses, ni de los equipos, ni del cableado, ni de sus pertenencias. El resultado no hay que adivinarlo: sustancial reducción de la producción, dramático aumento de la dependencia de las importaciones.

La cercanía de la época de lluvia, siempre esperada por los agricultores y siempre bienvenida con su promesa de cosecha, es hoy vista con preocupación, con desconsuelo, casi con angustia. Con las lluvias de mayo llega la época de la siembra pero también, otra vez, la sensación de oportunidad perdida. Se evidencia en el abandono de los campos, el retraso en la preparación de la tierra, el presagio desesperanzado de que no habrá cosecha, que pasará el ciclo y solo retoñarán los matorrales. Y es que sin siembra no hay cosecha, lo que significa llanamente que no habrá alimentos para la gente. Tampoco, incluso, para los animales, que mueren de mengua o tienen que ser sacrificados.

Se dirá que también la industria está abandonada. Es cierto. Con una diferencia: está bajo techo, no a la vista de todos. El abandono del campo, por el contrario, es visible. Quizá por eso es más acuciante. Porque tiene que ver con la inversión y el trabajo, pero también con los ciclos de la naturaleza y, sobre todo, con la alimentación. Y con el hambre, drama agudizado por unas condiciones nacionales que no hacen sino agravarse por la falta de divisas y la consecuente imposibilidad de seguir encubriendo la debilidad de la producción interna.

Desafiando las pomposas declaraciones oficiales que convocan a la siembra, anuncian la autosuficiencia alimentaria, hablan de aumentar la producción y recuerdan la necesidad de establecer una economía productiva, para los productores de verdad el año 2019 está marcado por un pronóstico alimentario desolador. Realista, pero desolador. Los discursos oficiales apenas sirven para confirmar que se manda pero no se gobierna, se declara pero no se siembra.

Nuestro problema no es la sequía. Es el descalabro que arrancó con la fiebre confiscatoria y las expropiaciones, que tomó otra forma con las estatizaciones de empresas que se ocupaban de la distribución de semillas, maquinaria, vacunas y otros insumos, que ahogó a los productores nacionales con políticas monetarias que solo beneficiaban la especulación y la importación y que ahora se expresa en la reiteración de políticas equivocadas para el agro y en una dramática falta de divisas que hace poco menos que imposible la adquisición de semillas, insumos y repuestos.

El campo venezolano se vacía, no de gente sino de cultivos.

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