El Poder Público abarca la totalidad de potestades propias del Estado como organización política constituida por instituciones permanentes, a través de las cuales ejerce su autoridad sobre los pobladores de un territorio nacional delimitado. El Estado Constitucional de Derecho, como modelo de orden público sustentado en la Constitución y leyes vigentes, resulta del Pacto Social por virtud del cual la carta magna es aprobada y puesta en vigencia, y las autoridades son elegidas por mayoría de los ciudadanos para gobernar o desempeñar sus cargos por tiempo limitado. La alternabilidad en el ejercicio de la función pública, es esencial al espíritu democrático. Y el principio de legalidad según el cual el ejercicio del Poder Público queda restringido al marco de la Ley vigente y su jurisdicción y no a la voluntad de individualidades o grupos sociales, no solo obliga a la administración pública y a los jueces, sino también al legislador ordinario, quien debe sujetar sus actuaciones a la Constitución Nacional.

El Interés público termina siendo un concepto discutible, por lo cual se ha convertido en tema predilecto del debate político, de las propuestas y programas de gobierno presentadas por aspirantes a cargos de elección popular. Se admite sin mayores reservas que la finalidad de las actuaciones del Estado en cualquiera de sus expresiones, ha de ser siempre el bien común de todos los ciudadanos que gozan de iguales derechos y obligaciones. Se habla del espíritu público que debe calificar las intervenciones de funcionarios y magistrados, como esa pasión del bien común que enmarca el cumplimiento del deber afirmado en el consenso de las mayorías, expresión de una voluntad popular consignada de manera legítima, transparente, sustentable, en procesos electorales y referendarios.

Dicho lo anterior, cabe preguntarse, ¿adónde ha ido a parar el Poder Público en Venezuela? ¿De qué manera resuelve las necesidades básicas del ciudadano? ¿Qué ha pasado con el Pacto Social? Parece obvio que luego de tantos años de confrontaciones políticas innecesarias, marchas y contramarchas, programas enteramente fallidos, merma violenta del erario público, destrucción de valores materiales que fueron propiedad del Estado, violaciones flagrantes al fuero institucional, a la Constitución y leyes vigentes, que el Poder Público perdió sustancia y por tanto no sabemos ni dónde está ni quién verdaderamente lo ejerce. Alguien tarde o temprano lo asumirá –no quedará realengo indefinidamente–; por ahora no sabemos quién, cómo ni cuándo.

Y es que hemos asistido al allanamiento del Estado Constitucional de Derecho, cuya consecuencia palmaria viene siendo la absoluta incapacidad de las instituciones públicas de cumplir sus cometidos esenciales. No hay Estado y por tanto no puede haber equilibrios, atención a necesidades básicas, ni sosiego social. Algo que viene produciendo un quiebre emocional en la gente, sobre todo en aquellos que más sufren los embates de la pobreza, aunque el efecto y realidad planteada por la ausencia de Estado y de autoridad legítima –excepción hecha de la Asamblea Nacional válidamente electa en los comicios celebrados a finales del 2015–, afecta por igual a todos los ciudadanos. Pero aún siendo comprensible el sentimiento de resignación impotente que se apodera de la gente común, no debe convertirse en opción de comportamiento ante el estado de cosas que nos envuelve. La adversidad visible, más bien debe fortalecernos como comunidad humana decidida a vivir en democracia, a rescatar la institucionalidad del Estado y su eficacia al atender las funciones que le son propias. Mirar al futuro que todos queremos, puede convertirse en fuente de optimismo que nos fortalezca en la acción pacífica y civilizada, sin duda, pero igualmente contundente al propósito que nos mueve. Nunca ceder, como proponía Churchill, “…en nada grande o pequeño, trascendental o insignificante…excepto para las convicciones de honor y buen sentido…Nunca ceder a la fuerza, nunca ceder ante el poder aparentemente abrumador…” del contrario, cuando se tienen principios y valores que defender.

No hay duda de que el régimen perdió los atributos del poder y sobre todo la confianza de los ciudadanos. En puridad de conceptos, solo ejerce precariamente algunos cargos en la menguada institucionalidad del Estado. No está en sus manos ni en sus capacidades recuperar el buen funcionamiento de los servicios públicos, viabilizar el desempeño de la economía, incrementar la producción de petróleo, rescatar la industria manufacturera o restablecer la seguridad personal en cualquier lugar del territorio nacional. Tampoco la oposición política, dignamente representada en la Asamblea Nacional, posee las herramientas y capacidades indispensables para lograr tales propósitos. Así las cosas, Venezuela se desvanece y su gente padece los embates de la escasez y la arremetida violenta de una delincuencia desatada, no pocas veces auspiciada y protegida por funcionarios que tienen a su cargo el mantenimiento del orden público.

El “buen sentido” de que hablaba el citado Churchill, es lo primero que necesitamos en estos momentos para salir del tremedal que nos asfixia. Hablar de soluciones violentas, es plantear atajos que nos llevarían a situaciones indeseables, de consecuencias impredecibles. La intolerancia para con el régimen y sus factores políticos como regla generalmente aplicada, no es buena consejera; tampoco en sentido contrario, es decir, la intolerancia del régimen para con los grupos de oposición y sus líderes fundamentales. Recuperar el mínimo respeto entre ambas partes, es un gran paso que debe darse a la brevedad; y ello porque el epílogo de todo esto será, a qué dudarlo, un acuerdo político que comportará concesiones recíprocas –no imposiciones unilaterales, como pretendió el régimen en los fracasados diálogos de República Dominicana–. Naturalmente sin desviar el propósito fundamental de cese de la usurpación y elecciones libres, como manda la Constitución. En la rivalidad planteada, ninguna de los dos parcialidades ha podido prevalecer, mientras el país se extingue en la miseria colectiva, en la muerte de ciudadanos a manos del hampa común, como señalaba el padre Ugalde en su esclarecido artículo de la pasada semana. Se necesita igualmente del espíritu público que puedan tener los actores políticos que definen los términos del antagonismo que nos agobia como sociedad. Estamos llegando a la hora de la verdad para los grupos en pugna, si es que se quiere sobrevivir a los tiempos; seguir como vamos solo agravará la situación general en todos los ordenes de la vida venezolana, mientras algún posible “iluminado”, se aventura capturar para sí, con dudosas posibilidades, ese poder extraviado y muy difuso de que hablábamos en líneas anteriores. Y en tal situación, probablemente, no fraguarán buenos augurios para nadie


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