I

Un coco, 60.000 bolívares; panela de papelón, 89.000 bolívares; una taza de arroz, por lo menos 50.000 bolívares. Pero estaba decidida, iba a hacer arroz con coco como es tradicional en mi familia en Semana Santa.

Tarde de Viernes Santo, ya todos los ingredientes estaban en la olla al fuego, solo quedaba esperar que estuviera a punto para agregarle el coco rallado. El clima de esta semana de verano en la zona del sureste de Caracas fue atípico. Sol caliente, pero viento frío y fuerte. Salí a botar la basura y dejé la puerta abierta. La ventolera la cerró de golpe. Me quedé en el pasillo del edificio sin celular y sin llaves.

Tengo la bendición de vivir en el mismo edificio que mi hermana, y ella tiene una copia de mi llave, así que bajé a buscarla. Subí con mi sobrina y en el momento en que metí la llave en la cerradura, recordé que había dejado la llave puesta. Es una medida de seguridad que aplico, estando sola, cierro con llave y las dejo en la cerradura. Excelente, pude comprobar que aunque no estuviera trancada, es imposible abrir la puerta de mi casa.

El detalle es que estaba la cocina prendida y al fuego una olla con suficiente materia grasa como para causar un incendio. Ya saben, la leche de coco.

Las piernas me temblaban, pero estaba acompañada por mi sobrina que, con su temple y serenidad, me ayudó en todo momento. Les aviso que mi puerta es infranqueable. Pero también les aviso que si el caso fuera que me estaba dando un infarto, no hubiera podido contárselos.

Cuando casi llevábamos una hora intentando empujar la llave que estaba en la cerradura, comenzó a oler preocupantemente a quemado y escuchábamos a mi gato llorar. Llamamos al número de emergencias, nos atendieron y nos dejaron esperando. Luego llamamos a los Bomberos de Baruta, no obtuvimos respuesta. Era cuestión de tiempo, la olla podía prenderse y causar una catástrofe.

¿Qué me impulsó a meter de nuevo la llave de repuesto en la cerradura e intentar abrir?, no lo sé, pero ocurrió el milagro. Lo cierto es que estamos a la buena de Dios, y Dios es bueno. En Venezuela, en caso de emergencia, rece.

II

La familia llevaba semanas sin dormir porque la muchacha, de 19 años, lo que hacía era llorar y pegar gritos las 24 horas del día. Fue diagnosticada con síndrome bipolar y está descontrolada. Sus padres no sabían qué hacer, porque se la pasa sacando cosas y desbaratando los muebles. Parecía que un huracán había arrasado la casa.

Con este tipo de enfermedades no solo sufre quien lo padece, sino todos a su alrededor. La vida cotidiana se trastoca. Y la razón por la que sucede este tipo de cosas es una muy simple: los enfermos mentales no tienen medicamentos en el país, están a la buena de Dios.

Los padres llevaron a la muchacha a un psiquiatra que le recetó medicinas alternativas para tratar de “calmar” la furia que se apodera de la paciente y que arrasa con todo y con todos. Es obvio que no sirvió para nada y pasaban los días sin que nadie en ese hogar pudiera pegar un ojo, mucho menos asumir tareas normales, ser productivos.

Sintiéndose perdidos, llamaron desesperados a otro psiquiatra que tuvo una idea salvadora. Porque Dios es bueno, el psiquiatra llegó a la casa con unas cuantas pastillas ya vencidas de una medicación recetada para estos casos. En cuanto la paciente se la tomó, se vio la mejoría. Pero eran cuatro pastillas, no había más.

Después de cuatro días, la pesadilla regresó. A la familia lo que le queda es rezar.

III

Cuando se tiene ancianos y niños en casa es importante contar con todos los servicios para darles la atención que requieren. Pero ya son casi tres años sin contar con agua corriente en el edificio. Solo un día a la semana, y eso cuando en Hidrocapital no se confunden y cierran el grifo que no es.

Pero en Semana Santa decidieron hacer “mantenimiento”, por lo que las dos horas de agua diaria se redujeron a una. Es una desgracia que muy poca gente, que no lo haya experimentado, entiende. A mí lo que me queda es electricidad. Tengo tres meses sin teléfono y sin Internet.

El gobierno maduchavista es como una máquina del tiempo que nos devolvió al siglo XIX, pero con más tragedia. Aquí no solamente se muere la gente de mengua, sino que la mata la delincuencia o la simple impericia. El desastre de agua tuvo un terrible final con la muerte del trabajador arrastrado por la tubería. Se cuenta y no se cree.

Los que sufren este desgobierno quedan a la buena de Dios o deciden aventurarse e irse. No emigran, huyen, y la mayoría no tiene papeles ni recursos que le asegure una vida feliz en otras latitudes.

Huir es eso: correr desesperadamente para que la tragedia no lo alcance y sin saber qué conseguirá. Por lo pronto, a los venezolanos lo que nos queda es rezar.


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