Admitamos, de entrada, que la educación (si prefiere llamarlo, acto o hecho educativo), aunque se reconoce como un proceso multifactorial; sin embargo, queda sustentada en tres componentes esenciales que se imbrican (conectan) y se vuelven inseparables.

Analicemos por partes: primero, tal vez lo que la gente más relaciona con la educación son los contenidos curriculares (las materias) que se sistematizan, se programan y se desarrollan a través de ejes temáticos y por asignaturas en la escolarización. Esa es apenas una vertiente de la complejidad de la educación.

La segunda estructura que sostiene al proceso educativo queda posicionada y afincada en los inacabables eventos y momentos que facilitan la socialización; que hacen posible las relaciones interpersonales, los compartimientos grupales.

Precisamente, sobre tal aspecto deseamos destacar que las reuniones sociales, encuentros de cualquier tipo, las actividades desde los medios de comunicación, el uso de las plataformas digitales, la participación en organizaciones políticas o religiosas; en fin, los vínculos y nexos con otras personas cobran singular importancia y refuerzan la educación, en su sentido integral.

El tercer término (sin que tenga antes alguna prelación) se le reserva a la decidida y permanente incorporación de valores. Denominado también como componente axiológico. Del griego axios: digno y valioso.

La permanente asimilación de valores facilita el modelamiento de la personalidad del sujeto en condición de discente, de estudiante. Y diremos, propiamente, que de todo ser humano en cualquier etapa de su vida.

Los factores citados forman una tríada que anudamos en nuestra existencia, para decidir cómo deseamos formarnos.

Mencionemos, entonces otra vez ese interesante trípode de nuestra educación: contenidos curriculares, procesos de socialización y asimilación de valores.

Quizás haya tenido más repercusión el enunciado “Siembra de valores” con el que se ha venido dando a conocer la importancia de los valores a lo largo de la humanidad.

No obstante, cabe preguntarse: ¿De qué valores estamos hablando, cuando hablamos de valores?

Interesante interrogante que nos hacemos siempre; y que intentamos responder de esta manera: los individuos deben acrisolarse con todos los valores que posibiliten su fortaleza ético-moral, la profundidad religiosa, los discernimientos lógicos, el engrandecimiento estético. Todos los valores positivos, sin excepciones.

Con este instrumental de valores en su caja de herramientas, el ser humano no necesita ocultar o temer que en las escuelas se discuta la Teoría del Evolucionismo de Darwin, sobre el origen del hombre. La analizará como lo que realmente es: una teoría, que no se impone; se estudia en su verdadero contexto.

En una familia con devoción y fortaleza cristiana; donde se ha asimilado la Gracia Divina de la Creación humana; reafirmada, también, en el acto educativo es muy difícil que alguna teoría, por exótica que se presente, pueda llegar a distorsionar las fortalezas religiosas y morales del individuo.

Con mucha más razón exponemos que la historia familiar actúa, en todo momento, como un aglutinante o vertebrador en la existencia de sus miembros.

Permítanme insistir con esta expresión: en un familia, suficientemente estructurada, prevalece un “orden genealógico recurrente” entre sus individuos que responden a su misma “cepa o serie familiar”. Orden o linealidad apreciable en las actitudes de respeto a las opiniones contrarias. Tolerar, por ejemplo, la teoría evolucionista de Darwin, la cual no hay porqué excluirla de los planes de estudios. Se discierne como cualquiera otra.

Un individuo con formación y suficiente respeto por el disenso puede escuchar discursos de todo tipo sin llegar a tambalearse, porque hay firmeza en sus valores.

En un individuo con valores acendrados desde su familia son apreciables sus predisposiciones, sus sensibilidades e intencionalidades en cada acto.

 

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