Foto Alfredo Cedeño

La omnímoda presencia de Simón Bolívar en la vida de nuestro país ha servido como paraguas, o pararrayos, de venturas y desventuras. Sus actos y palabras han sido, por lo general, interpretadas, utilizadas, manipuladas, tergiversadas, de las maneras propias de mentes calenturientas y enfermizas. Ha habido para todos los gustos y antojos. Pocas veces las han aplicado en concordancia con lo que dichas frases encierran, o se hacen los pendejos con otras.

Pongo tres ejemplos. Desde que en el Congreso de Angostura pronunciara aquello de “Moral y luces son nuestras primeras necesidades”, son siete palabras que han repetido ensimismados todos los aspirantes a césar de viejo y nuevo cuño. Poco necesito abundar sobre lo escaso que han hecho, y que salten las plañideras rabiosas a rebatirme, por ambas cosas. ¿Hablamos de moral en medio de las infinitas denuncias de corrupción y malversación de todos aquellos que han ejercido cargos públicos, tanto en el prechavismo hasta el madurismo? Serían necesarias varias ediciones de este periódico para comenzar a enumerarlas. ¿Y de las luces qué se pueden decir? ¡Hasta con la Electricidad de Caracas acabaron! Ni qué abundar en todo lo que tiene que ver con el estado de nuestra educación, ni las condiciones miserables en que sobreviven los educadores ni el estado de muladares y chiqueros en que han convertido escuelas, liceos, colegios universitarios, universidades y centros de investigación.

La segunda frase que me viene a la cabeza, y pido excusas por no recordar su origen, es aquella de: “Huid del país donde uno solo ejerce todos los poderes: es un país de esclavos”. Palabras sacrílegas para chavistas y maduristas. Por supuesto que nunca se acercaron siquiera a pensarlo cuando peregrinaban a hincarse ante el Mahoma cubano, entiéndase Fidel Castro, adorado patrono de progresistas y heroicos luchadores antiimperialistas. Como es de esperarse, para estos idólatras del siglo XXI todos aquellos que han huido en balsas, o atravesado Centroamérica caminando, para llegar a Estados Unidos son unos apátridas que merecen el cadalso.

Pero donde se han cebado con verdadera fruición carroñera ha sido en sus palabras póstumas: “Mis últimos votos son por la felicidad de la Patria. ¡Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro!”. El ahínco, digno de mejores causas, que han empleado con el “que cesen los partidos” es antológico, por decir lo menos. Y el afán en dicha frase es de doctos y asnos, de tirios y troyanos, de blancos y negros. Esa ha sido una frase comodina empleada para acabar con todo vestigio de organización social a lo largo de nuestra vida republicana. No ha habido un solo déspota, civil o militar, que no haya recurrido a ella.

Antes de continuar quiero ahondar un poco en esto, a ver si esa larga reata de asnos que todavía sobrevive deja de atormentarnos con ese contexto. La denominación que empleamos en nuestros días para el sistema organizativo ciudadano que conocemos como partido político es del siglo XIX. Ya de mucho antes, por supuesto, existieron otros modelos asociativos que inspiraron a estos, y no faltará quien me eche en cara a los Whigs y los Tories en el Reino de Gran Bretaña, ni otro que reclame por el lugar de Jacobinos y Girondinos de la Francia revolucionaria, alguno mejor informado brincará a reclamar por el lugar que corresponde a Güelfos y Gibelinos, y tampoco ha de faltar al que reclame la paternidad para Nobiles, Optimates y Populares en el Senado de la llamada república romana tardía. Sin embargo, no será hasta el siglo XIX, en el Parlamento de Gran Bretaña, cuando aparecen los partidos políticos ingleses Conservador y Liberal. Ahora bien, ¿cómo pretenden los ilustrados criollos que Bolívar estuviera refiriéndose a las organizaciones ciudadanas cuando se refirió a los partidos políticos? Es claro que se refería a las facciones que se enfrentaban a dentelladas por el poder político. Pero como no hay peor ciego que el que no quiere ver…

Y fue de esa bendita frase que se han aferrado todos. Para no aburrirles con una meticulosa evolución de tales manifestaciones citaré algunas al voleo. Tanto Cipriano Castro como Juan Vicente Gómez mostraron como trofeos haber acabado militarmente con el caudillismo venezolano, así como con los partidos tradicionales, que estaban asociados a tales vicios de mando. En honor de la verdad debe decirse que ambos jenízaros expresaron que no buscaban la destrucción definitiva de las organizaciones políticas, sino que proclamaron una tregua, que implicaba una “suspensión temporal” de sus actividades, ya que así lo ameritaba la dictadura de emergencia. La vaina fue que la emergencia se hizo vitalicia y hasta que el hijo de Táchira no se murió no se pudo pensar en su reactivación.

No han faltado también intelectuales oficiosos que han clamado por la derogación de los partidos, como fue el caso de Laureano Vallenilla Lanz, quien enunció: “Las luchas de partidos no han sido sino luchas personalistas por el poder, por más que en el tumulto de las pasiones se oscurezca algunas veces la realidad, por la gárrula palabrería de nuestro chancletismo intelectual”. Casi un siglo después, en 1988 para ser preciso, un connotado jurista que no viene al caso mencionar, y así cuidarnos de potenciales “demandas por atentado contra su integridad moral”, escribió y publicó esto: “Los responsables de la crisis institucional, sin la menor duda, hay que repetirlo una y otra vez, son los partidos políticos”.

Es necesario apuntar que desde el último tercio del siglo XX no hubo ninguna otra organización que atentara contra sí misma como los propios partidos políticos, fue un proceso autofágico veloz en el que el pragmatismo se llevó todo por el medio. Las ideas fueron cambiadas por cuotas de poder, se trató de ganar las elecciones por medio no de ofertas para lograr un país eficiente y que reflejara su manera de entender la plenitud, sino que se pasó a la formulación de programas que siguieran las ganas de la colectividad según lo indicaran las encuestas. Y así llegamos a que hoy tales asociaciones no son más que clubes o consejos empresariales donde jugar dominó y compartir un sancocho. Todo eso llevó a que las doctrinas originales se desdibujaran y perdieran todo significado ante los ojos del elector común y corriente. A la par de ellos aparecieron los célebres “notables”, quienes, con voracidad primitiva, que desmentía su supuesta formación académica, se dedicaron a demoler sistemáticamente todo aquello que oliera a medios articulados de organización ciudadana.

La miopía ha sido amplia, aunque ahora todos quieran hacerse los desentendidos y pretendan tener vista de águila. Siguen usando según les convenga e interese las frases de Bolívar, siempre tratando de hacer que sean blanco o negro. Han sido escasos aquellos que, como Tomás Lander, en 1844, avizoró la importancia de tales cuerpos organizativos: Los partidos políticos son indispensables en el sistema representativo porque sin ellos Venezuela sería como un niño sin piernas o un bonito carro sin ruedas.

© Alfredo Cedeño

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