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Saudade es una palabra portuguesa intraducible, y es bien sabido. Apenas esa voz se acerca a definir el sentimiento doloroso de añorar, de extrañar, de expresar profunda nostalgia, tristeza, melancolía; de abrigar deseos de volver a ver, de estar de nuevo, de recuperar amores, amigos, épocas, valores espirituales perdidos, evocación del extravío, mal de corazón, pues. Ya Manuel de Melo en 1660 quiso abundar en el origen de ese sortilegio de vocablo, definiéndolo como un “bien que se padece y un mal que se disfruta”. 

Mi historia personal, como la de millones de “saudosistas” que en el mundo han sido, ha pasado por experimentar el misterio indescifrable con que me deparé durante una de mis “existencias” (igual a más de la decena de países donde he vivido tantas vidas en una). Y una de esas vigorosas vidas paralelas surgió durante seis años de incontables lecciones sentimentales ligadas al paisaje montaraz y marino, la música, la poesía y la gente de un Río de Janeiro que posee la dimensión estética de una belleza femenina extrema.

Radiqué en el puerto cuyo patrón es San Sebastián, en el piso 34 de un edificio construido sobre varios mitos urbanos en el Morro de la Viuva, entre las playas de Flamengo y Botafogo, con balcones y ventanales que abarcaban los portentos de la bahía de Guanabara, Urca, el Pan de Azúcar y la montaña del Corcovado. Vivir en ese espacio prodigioso me hacía afirmar, antes de irme a dormir, y pagando tributo a esa atmósfera radiante, que gozaba un día menos, y no uno más.

Lo cuento a menudo, pero vale la pena repetirlo. El ingenio del gran hombre de letras que fue Augusto (Tito) Monterroso lo llevó a proponerme, durante una visita que nos hizo con su mujer, la escritora Bárbara Jacobs, que descolgara mi colección de pintura y mandara a poner marcos a las ventanas; en palabras del gran guatemalteco ninguna obra de arte superaría el prodigio y la hermosura de esas vistas de la Cidade Maravilhosa.

Huelga decir que cuando supe que mi destino carioca había concluido (aunque partiría a Roma, otra gran meta codiciosa) se instaló en mí, y para siempre, una saudade por el Brasil y por sus cosas más significativas, que no cesa. De allí que en pleno sábado de estos carnavales me haya causado una pena muy honda, además de provocarme un inusual sentimiento de pérdida, la muerte de un hombre y de un símbolo de esa dimensión antropológica, sociológica, humana y cultural de uno de los pueblos más entrañables del mundo.

Alfredinho (Alfredo Jacinto Melo) se llamaba un hombre barbiluengo que vivía para la música popular brasileña en una suerte de templo iniciático profano, que durante cinco décadas fue símbolo de la resistencia de valores culturales y políticos que se ha dado en llamar progresistas. A los 75 años desapareció, coincidiendo además con el Carnaval, un bohemio de los que ya no existen, entregado a preservar la memoria de una época dorada en un país que vive castigado, como muchos de los nuestros en Latinoamérica, por la violencia, la corrupción, la desmemoria, los desatinos ideológicos, y el embate de una moral sin respaldo ético de falsos gurús que se escudan en prejuicios de todo tipo para tratar de imponer prohibiciones y barreras a manifestaciones populares de valiosas raíces ancestrales.

Bip Bip es el onomatopéyico nombre de ese diminuto recinto que ocupaban literalmente los músicos para poder tocar en un bar donde la clientela bebía parada en la banqueta. Ese célebre barcinho, a orillas de  la  calle de Gonçalves Dias, fue fundado por Alfredinho, quien logró sortear con éxito la feroz censura de la dictadura militar. Allí se concentraba una clientela variopinta, casi sin turistas: amantes de la tradición musical de los varios géneros que conforman el alma carioca, como el samba y la bossa nova, pasando por el choro, y la genialidad poética y social de las composiciones de Caetano Veloso y Chico Buarque. Frecuenté ese reducto artístico intelectual en los años ochenta del siglo pasado, y apenas hace unos meses busqué hospedarme en el emblemático hotel Debret, que queda apenas cruzando la calle y a unos cuantos metros de la playa de Copacabana. 

Así que pude “matar” momentos de extremado “saudosismo” y coincidir por última vez con Alfredinho en una noche dedicada a celebrar el cumpleaños de Chico Buarque. De ello me quedan unos instantes que la magia de un teléfono-cámara me permitió registrar, en recuerdo de tantos años dorados –como la canción de Tom Jobim–. Y para colmo, hoy, con la partida definitiva de Alfredinho me abruma con otra clásica expresión de la lengua de Camões, que me corroe: “Ficar a ver navios” o lo que es lo mismo, quedarse absorto y en soledad viendo pasar las naves del destino a lo lejos. 


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