No era mi intención abordar, al menos no de manera exclusiva, el repentino y sospechoso corte de luz, endilgado alegremente a presuntos «enemigos de la patria», pues sobre el mismo ya mucho se ha escrito y declarado y, difícilmente, aporte yo algo distinto a un tema suficientemente debatido; mas, al toparme por azar con una nota sobre los acaecido el 17 de marzo de 1958, hace hoy 61 años, en Mars Bluff, South Carolina, decidí sumar mi voz al coro de las elucubraciones. Ese día, lunes de primavera en ciernes, un avión de la fuerza aérea norteamericana dejó caer por descuido una bomba atómica, afortunadamente sin material fisionable, y se produjo el estallido de casi 4 toneladas de explosivos convencionales que destruyó algunas viviendas e hirió a varias personas. Recuerdo de aquella negligencia es un cráter de 23 metros de diámetro y 10 de profundidad. Descuido y negligencia. Estos 2 vocablos se instalaron en mi sesera y no han dejado de jugar ping pong en ella en relación con el blackout y sus infaustas secuelas, tan previsible como la anunciada muerte de Santiago Nasar, narrada en magistral crónica por Gabriel García Márquez. Antes de agarrar el toro por los cachos, no está de más una advertencia: los supuestos de estas divagaciones tienen mucho de ficción, pero nada de inverosímil. Lo hemos afirmado repetidamente: todo es posible en la dimensión desconocida del Sr. Maduro y lo grotesco no es ajeno a su instinto de conservación… del poder, naturalmente.

Hay sucesos que marcan con un antes y un después y por siempre la vida de las naciones y el devenir de los individuos. Pueden ser eventos de carácter social, político o económico, cuyos efectos los convierten en ineludibles referencias históricas –el cruce del Rubicón, el descubrimiento de América, la toma de la Bastilla, la caída del Muro de Berlín–, o desastres naturales como el terremoto de la Caracas cuatricentenaria (1967 )y los deslaves de Vargas (1999, año 1 de la revolución bonita); aunque, también, accidentes debidos a la imprevisión, mala praxis o incompetencia del homo sapiens –la explosión de la planta nuclear de Chernóbil (1986) y la fuga de gases tóxicos en Bhopal, India (1984)–, o actos violentos vinculados al fundamentalismo ideológico o religioso –el atentado al World Trade Center de Nueva York en 2001 y las masacres de la escuela de Beslán, Rusia (2004) y del Bataclan, sala de espectáculos parisina (2015)–. La catastrófica falla ocurrida en la Central Hidroeléctrica Simón Bolívar (antes Raúl Leoni) y el subsecuente cese del suministro eléctrico a escala nacional cuadra con las dos últimas modalidades, y dentro de poco, no faltará quien pregunte ¿dónde estabas tú durante el megaapagón de Maduro? La preposición es elocuente.

El mandón de hecho, al enterarse del recalentamiento de las líneas de transmisión del sistema troncal, ocasionado por un incendio cercano a la subestación Malena, y la pérdida de potencia en la planta de generación, acusó, boca y dedo inquisidores del heraldo Rodríguez mediante, a los sospechosos habituales –Trump, la CIA, el Comando Sur–, al periodista Luis Carlos Díaz y, ¡cómo no!, a quien lo tiene cercano al mate, el «mesmesemo» Juan Guaidó, de ser los factótums de un cibercomplot urdido con miras al hackeo digital, ¡vaya disparate!, de equipos y programas analógicos. Semejante desatino reclama determinar, más allá de yerros, omisiones, desidia o corrupción, ha tiempo en boca del pueblo llano –y vox populi, dicen, mire usted, es la voz de Dios–, quiénes son los genuinos culpables de la crisis eléctrica en general y del último apagón en particular. Estemos claros: nadie en su sano juicio puede tragarse los señalamientos y el yo no fui del acusetas rojo pantaletas. Hubiese sido más acertado atribuir el bajón voltaico a un meteorito, a la radiación solar o al aterrizaje forzoso de una nave alienígena; los extraterrestres, como los especímenes de la insólita fauna de Motta Domínguez, son electrófagos y se alimentan de alta tensión.

Comencemos por el incidente originado en Guri, predicho y cantado desde 2009, cuando el galáctico decretó la emergencia del sector, por ingenieros de impecable desempeño profesional, con velas en el entierro de Edelca y el alumbramiento (¿?) de Corpoelec, el cual inscribió el nombre de Venezuela en el libro de los récords negativos, y se ha prolongado más allá de lo humanamente tolerable, añadiendo un suplicio mayor a la penitencia y ayunos de rigor en Cuaresma: a una semana del colapso, millares de hogares claman por su restablecimiento recurrentemente prometido para «dentro de pocas horas» por los embusteros encargados de aplacar la arrechera in crescendo del ciudadano harto de swing cubano, cuentos chinos y fábulas rusas. El culpable de la contingencia presente es, ¡anótenlo y no lo olviden!, Nicolás Maduro Moros; sin embargo, este sujeto es el ejecutor y no es el autor intelectual del sofisticado plan dirigido a oscurecer con un manto de opacidad informativa la gestión cada vez más relevante y menos simbólica del presidente interino y la Asamblea Nacional, y evaluar el comportamiento de la población ante un posible estado de conmoción. De ser así, estaríamos ante un acto de terrorismo de Estado. La presencia del adelantado castrista Ramiro Valdez en la escena del crimen corroboraría esta hipótesis; empero, al diseño y ejecución del ominoso test aportaron su experticia otros actores: los candidatos a integrar la comisión ruso-cubano-chino-iraní, promovida por el usurpador, a objeto de investigar, ¿vaya duro!, la conjura «cibernética y electromagnética»: agentes de los servicios secretos y órganos propagandístico de sus respectivos países, capaces de provocar un cortocircuito si sus conclusiones contradicen la versión oficializada, sin evidencia alguna, por Jorge Rodríguez, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino.

El autogolpe eléctrico, consumado a través de un evidente falso positivo, el sabotaje del sistema de control automatizado Ardas, es apenas otro aspecto de una calamitosa plaga: el mal de Chávez, enfermedad populista y bolivariana, sufrida sin remisión ni alivio por la República desde hace dos décadas. Sí, Hugo Rafael Chávez Frías es el responsable último y supremo de la tragedia nacional. En declaraciones al Periodista Digital, a propósito de la publicación de su novela Dos espías en Caracas, Moisés Naím precisa y subrayo: «Nicolás Maduro continúa simplemente al servicio de los cubanos, pero nada ha hecho que no haya sido sembrado por Hugo Chávez, quien le hizo un daño inmenso a mi país». ¿Cómo así?, podría inquirir el lector. El propio Naím disipa las dudas, apelando a una admirable metáfora, necrofilia ideológica, a objeto de explicar el apego del paracaidista y de su autobusero rabo de paja a fallidos conceptos y anacrónicas doctrinas: «Chávez fue, como Maduro después, un ejemplo fantástico de adoración de ideas muertas, ideas que han sido probadas una y otra vez en el mismo país, en diferentes países, que han sido probadas en diferentes momentos históricos, en diferentes circunstancias y siempre terminan en lágrimas, miseria, corrupción, desigualdad y pobreza». Basta, por ahora, de echarle leña al fuego y de avivar la llama de la oscuridad. La paradoja viene a cuento porque, tal se sugirió en el exordio, nada es imposible en la corte de los milagros nicochavista y en la mente de cortesanos que repiten, sin discutirlas ni entenderlas, las falacias de Miraflores; loros o muñecos de ventrílocuos anclados en el pasado todavía dicen, según el caso y en jerga demodé, chévere o no si así es, frase hecha buena para refutar la verdad bolivariana

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