Hacia 1783 ya se habla de los Aristeguieta, Aristiguieta, Aristigueta o Aristeiguieta, al señalarse que Juan Félix Jéres y Aristiguieta, presbítero y doctor, bautiza, pone óleo y crisma, y da bendiciones a Simón José Antonio de la Santísima Trinidad, párvulo que nace el 24 de julio, hijo legítimo de Don Juan Vicente Bolívar, quien a punto de frisar los 30 años le tuerce la mano a la república naciente de Venezuela y la envía por unos desfiladeros que no dejan de hacerle mella, aún, en los agoniosos días que nos acompañan.

Martin Xerez Aristigueta, probable hermano del anterior, 10 años después integra el primer Consulado de Caracas. Y el propio Bolívar, al disponer sobre su mayorazgo con vistas al matrimonio que se plantea con su pariente, María Teresa Rodríguez del Toro, recuerda, llegado 1800, que de no tener hijos sus bienes han de pasar, para su conservación, a la casa de Aristeiguieta.

De esa prosapia, enraizada y amante sin hipotecas a lo venezolano, ha de proceder nuestro querido Enrique Aristeguieta Gramcko. Su noble y cordial amistad me honra desde hace 40 años. Es un rara avis dentro de la política hecha de medianías y atropellada por la doblez, por el realismo político según quienes justifican tales desviaciones o creen que lo público se hace a fuerza de puñetazos.

Enrique, desde siempre o desde que lo conozco, es un hombre de principios y honorable. Sin ser extraño al conocimiento de nuestro decurso épico como nación atormentada por una esquizofrenia de revoluciones –recuerdo su atención cuidadosa de lo militar, durante nuestras largas peroratas a finales de los setenta, siendo él viceministro del Interior y yo, imberbe de apenas 30 años, ejerciendo el viceministerio del Exterior y aprendiendo de su veteranía –al término apuntaba lo raizal: venía de combatir al último gendarme, Marcos Pérez Jiménez.

Aristeguieta, así las cosas, posee un doble sello que se lo fija su vida de lucha al servicio al país. Contribuye con la purga –objeto principal, por cierto, del Pacto de Puntofijo– de esas fatalidades que han sido entre nosotros el gendarme necesario y el peculado. Rechaza las tesis del pueblo tutelado y el Estado como botín. Eso le lleva a presidir tanto la Junta Patriótica en 1957 como la Comisión Investigadora de Enriquecimiento Ilícito, al iniciarse la república civil democrática.

De modo que, ajeno fue y ha sido, a la fauna que aún solo se mueve por los espacios de poder, dominante de nuestra brevísima y bicentenaria historia que prosterna la ilustración y el diálogo republicano serio –son las excepciones 1810, 1811, 1830– para constituirnos y alcanzar identidad. 

Se explica, así, que en el espacio de despotismo iletrado y de aguda declinación moral que hoy sufrimos, en una hora de marcada incertidumbre, ocurra el dislate de ponerle candados a Aristeguieta Gramcko; de secuestrarle con esbirros pasada la medianoche para atemorizarlo, vejar su integridad, horadar lo que en él resulta intocable y de prohibida enajenación, su dignidad de venezolano decantada por las páginas de una memoria hecha entre intersticios de civilidad.

Habla bien del fondo de nuestra esencia venezolana, acaso oculta, latente, probablemente perdida solo ante nuestra vista o el sentido común por el sofoco de una humareda revolucionaria, el milagro de la unión de ánimos que concita el rechazo del carcelazo a ese hombre a quien sus amigos llamamos, cariñosamente, el Búho Aristeguieta.

Cada quien o cada cual pudo tener, en el momento, un juicio de valor o un ángulo de análisis particular y distinto sobre el atropello que puso en marcha la narcodictadura imperante; otro más desde el último, que clama al cielo y encuentra como víctimas a Oscar Pérez y sus compañeros, ejecutados con tiros de gracia dirigidos a la cabeza luego de haberse entregado a sus captores.

¡Y es que, en medio de la nada, del vacío, del dolor ahogado, de la podredumbre que nos anega en medio de la barbarie y la colusión criminal y política en acto, de la inhumanidad extrema que también representa la masacre de El Junquito, o de la sordidez dominicana, ver a Aristeguieta marchar, a su edad, tras las rejas, señalaba el colmo como epílogo de la tragedia!: se nos iban con él las leyes universales de la decencia.

La reacción fue de unión, suma de diferencias, como en una democracia profunda. No fue de unidad, palabra que engola, lo recuerda Rómulo Betancourt, a esos hombres de uniforme o vestidos de paisano que esconden tras de sí el bastón que los haga mandones desde Miraflores, afincados en el “unanimismo” de los déspotas.

¡Qué bien que está libre Enrique! ¡Se hace esperanza para los venezolanos de bien! ¡Que Dios le permita y nos permita celebrar otro 23 de Enero!

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