Finalizaba el año 1957 con un sabor amargo. El general Pérez Jiménez se había robado –una vez más– la voluntad popular en el plebiscito de diciembre. Según el CNE de entonces, el dictador habría obtenido el 87% para ratificar su mandato, mientras la oposición apenas habría alcanzado 13%. Todo el mundo sabía que el fraude había sido monumental. Ya los estudiantes habían protestado abiertamente en noviembre, pocos meses antes se había constituido la Junta Patriótica integrada por Fabricio Ojeda de URD, Guillermo García Ponce del PCV, Silvestre Ortiz Bucarán de AD y Enrique Aristeguieta Gramcko de Copei. Su objetivo preciso era derrocar el régimen.

Diciembre culminaba con incertidumbre. Pérez Jiménez se iba a quedar cinco años más en el poder; la libertad se veía lejos, aunque en la sala de máquinas de la democracia se movían los engranajes; pero, ¡se habían movido tantas veces! Conspiraciones reales o ficticias de militares descontentos se contaban desde hacía muchos años. En fin, no quedaba sino celebrar la Navidad y el Año Nuevo a la venezolana, con pólvora, alegría, buena bebida en todos los niveles sociales, y, bueno, qué se podía hacer, seguir con la Semana de la Patria y el Nuevo Ideal Nacional de la dictadura.

El 1° de enero amanece con el alzamiento del Ejército y la Fuerza Aérea comandados por los jóvenes oficiales Hugo Trejo y Martín Parada, entre muchos otros. Los aviones vuelan sobre Caracas, los tanques también truenan en la capital, Maracay es epicentro de la rebelión. La acción militar espanta la resaca de año nuevo y los venezolanos contemplan con asombro que el dictador eterno, aun habiendo derrotado la insurrección, comienza a tambalearse.

La acción militar descompone el régimen. Pérez Jiménez se ve obligado a salir de sus dos figuras más importantes y siniestras –Laureano Vallenilla Lanz y Pedro Estrada–. El dictador inicia delirantes cambios de ministros, y lo que era una rebelión de los militares jóvenes alcanza y sensibiliza a generales y almirantes. A los 23 días se alcanza el apogeo de la presión, y mientras la ciudad de Caracas sigue despierta aunque con las luces apagadas (para evitar ser blanco de la vesania de los esbirros desesperados), se contempla aquel espectáculo maravilloso en la madrugada del 23 de enero: un avión cruza el cielo caraqueño; el dictador había sido derrocado y huía. Las luces se encendieron, la calle era una fiesta, hubo el asalto a la Seguridad Nacional, se liberaron los presos y comenzó la nueva historia.

Ahora no es igual porque Pérez Jiménez, con todo lo represivo que era, tuvo un límite cuando se le planteó el dilema de matar cadetes para seguir en el poder o irse. El actual régimen no tiene esas limitaciones ni políticas ni morales, por eso es más difícil. Pero no imposible.


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