En días pasados en un acto político en Georgetown, el presidente guyanés David Granger aseguró que “confiaba en la victoria de Guyana en la Corte Internacional de Justicia en su larga disputa fronteriza con Venezuela”. Sin duda, una afirmación temeraria que buscaría influenciar a los jueces, más ante la realidad de que Venezuela, acertadamente, decidió no comparecer ante la Corte, lo que como hemos dicho no tiene consecuencias determinantes en el proceso, ni en la decisión que adopte el tribunal, especialmente, en esta fase, relacionada con su competencia.

En efecto, el hecho de que Venezuela sea un ausente formal en el proceso no significa que la Corte acepte las conclusiones de Guyana sin considerar la posición de Venezuela, la que tendría que determinar de oficio con base en documentos oficiales o de otra naturaleza que reciba por cualquier vía, como lo ha hecho saber en casos anteriores en los que enfrentaba la no comparecencia de un Estado demandado.

La Corte deberá ante todo asegurarse de que es competente y que la cuestión de que se trata es admisible, para poder conocer el fondo, es decir, fundamentalmente, la nulidad o validez del Laudo Arbitral de 1899. Guyana deberá por su parte demostrar en esta fase que Venezuela ha aceptado por declaración unilateral o por algún acto convencional o comportamiento unilateral la jurisdicción de la Corte. A ese respecto debemos recordar que Venezuela no solamente no ha expresado nunca tal aceptación, sino que en todos los foros internacionales ha reservado siempre, como una política constante y coherente, su posición con respecto a la obligatoriedad de los medios jurisdiccionales como mecanismos de solución de controversias, en particular, la Corte Internacional de Justicia, cuya jurisdicción debe estar siempre sometida al consentimiento claro e inequívoco de los Estados.

Para Guyana, la remisión de la controversia a la Corte por el secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, a finales de 2017, constituiría la base del consentimiento de Venezuela en aceptar la jurisdicción del tribunal, por lo que el mismo sería competente para examinar el fondo de la controversia. El secretario general consideró erróneamente, quizás influenciado por una de las partes, que el Acuerdo de Ginebra de 1966 le autorizaba a escoger a la Corte Internacional de Justicia como medio de solución de controversias, limitando el arreglo judicial al que se refiere el artículo 33 de la Carta como mecanismo general, al órgano judicial principal de las Naciones Unidas.

Es cierto, en efecto, que el artículo IV del Acuerdo de Ginebra de 1966 remite al artículo 33 de la Carta de las Naciones Unidas, una disposición que enuncia, no enumera, los medios de solución de controversias, disposición que por cierto ha sido precisada y ampliada en declaraciones ulteriores de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Es cierto también que el artículo 33 menciona el arreglo judicial como uno de esos medios de solución de controversias internacionales, sin dar preeminencia ni mayor relevancia a ninguno de ellos.

El arreglo judicial es un mecanismo general que no se limita de ninguna manera a la Corte Internacional de Justicia, como lo ha señalado la doctrina más relevante, en particular, expresada por los comentaristas de la Carta de las Naciones Unidas, Goodrich y Hambro y por Alain Pellet en su definición del “arreglo judicial” en la Enciclopedia de Derecho Internacional Público del Instituto Max Planck (EPIL). En efecto, si una vez, antes de 1945, se consideraba que el arreglo judicial se reducía a la anterior Corte Permanente de Justicia Internacional, hoy no se puede llegar a la conclusión de que el órgano judicial de las Naciones Unidas, la CIJ, representa exclusivamente el arreglo judicial. Hay muchos otros tribunales que conforman el mecanismo en términos generales.

La aceptación de la remisión a los medios de solución previstos en el artículo 33 de la Carta no puede significar la aceptación de la jurisdicción de la Corte, lo que sería aplicable a cualquier otro de los medios enunciados, el arbitraje, por ejemplo, cuya activación está sometida en todos los casos a la voluntad de las partes, es decir, al consentimiento claro e inequívoco de las mismas.

La remisión significa el envío de la controversia al tribunal para que este, de conformidad con sus reglas, establezca si las partes han aceptado o no su jurisdicción y de ninguna manera para que esta conozca en forma automática la controversia y decida sobre el fondo.

A ello vale agregar que, además de no ser competente, la Corte no podría en ningún caso conocer la controversia por cuanto la misma no sería admisible ya que la remisión al arreglo judicial, a la Corte, en este caso, según decidiera el secretario general, es incompatible con el espíritu y el alcance del Acuerdo de Ginebra de 1966, en el que se comprometen a resolver la controversia “en forma que resulte aceptable para ambas partes”, para lo cual deben buscar “soluciones satisfactorias para el arreglo práctico de la controversia entre Venezuela y el Reino Unido surgida como consecuencia de la contención venezolana de que el Laudo Arbitral de 1899 sobre la frontera entre Venezuela y Guayana Británica es nulo e írrito.”

Esta apreciación sobre la competencia de la Corte y la admisibilidad de la demanda de Guyana, desde luego, sumamente general, demuestra la complejidad del tema y la temeridad de la declaración del presidente guyanés, cuando afirma que la Corte favorecerá las aspiraciones de Guyana.


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