Las políticas frentistas son por demás incómodas e, incluso, pueden ser bastante viscosas moralmente. Aunque es lugar común, recordemos una definición bastante simplificada de estas: se trata de la unificación de fuerzas políticas diferentes en función de un fin, considerado tan imperioso o fundamental que hay que postergar los particulares de cada quien para lograrlo. Interesan aquí particularmente esas uniones cuando son para enfrentar despotismos poderosos. Pasa en las guerras, en las rebeliones coloniales, en las luchas contra dictaduras y otras situaciones de agresión masiva contra la sociedad, o al menos gran parte de ella.

La primera regla de estas comunidades circunstanciales es que cada una de las partes debe ceder un lote, por demás variable, de su ideario y su praxis para colaborar en un proyecto común dirigido a derrocar al robusto adversario. Esa renuncia es una renuncia. Y, en la medida que se extiende en el tiempo, puede convertirse en un pesado vacío, valga el oxímoron. Y, también, en una carga culposa.

Todo bicho viviente sabe que tenemos veinte años resistiendo a una espantosa dictadura populista, incapaz y corrupta a más no poder, que hemos tratado de combatir en cambote muchos y variopintos venezolanos. Hasta ahora sin lograr desterrarla. Se pudiera hacer una historia, hasta útil, de las numerosas contorsiones y peripecias que ese frente ha tenido a través de tan prolongada peripecia. Probablemente no será sublime. Lo digo a sabiendas de que es imposible que personas con orígenes, condición social, ideologías políticas y deseos de poder no tengan roces, y frecuentemente daños mayores, en el empeño unitario, y muchas veces deban hacer de tripas corazón para soportar al vecino repudiable, por buenas o malas razones.

No en vano, mantener la unidad, nuestro caso es paradigmático, suele ser el problema más acucioso que hay que trabajar. Y allí las cosas van y vienen, casi siempre motivadas por las disputas sobre las estrategias y tácticas que deben utilizarse para acabar con el monstruo. Otras, o mezcladas con estas, son las que siempre causan las disputas por hacerse del poder, más convulsivas con tanta gente dispar apuntándole a la piñata, a hurtadillas.

Pero no son estas las que quiero subrayar. Sino recordar aquellas que uno embauló, de cuando andaba solo o con su tribu, y que de tanto ignorarlas parecen haber desaparecido. Hasta que un día fulano, que es tu compañero frentista, dice una barbaridad reaccionaria, por ejemplo, “Trump es un verdadero demócrata y patriota a su manera”. Y tú te dices: ¡Diantre, qué tengo yo que ver con este soberano güevón! O cuando, vacilante clase media, te toca una de esas fiestas a mucho dar, con una incesante conversa colectiva sobre el país y sus soluciones, mezclado con los fascinantes recovecos de Miami y Madrid de las últimas vacaciones, y tú te acuerdas de una de las cifras de Encovi sobre migrantes, hambre y hospitales. Por suerte, cuando llegas a casa después de una de esas correrías, que juras no volverás a hacer, porque ya ni bebes, oyes por televisión algo de la cadena presidencial, hasta que la soportas, y te dices que no hay duda de que de esto hay que salir como sea, después veremos. Y sigues ahí, vacío y frentista; tratando de invocar a Guaidó y a lo apreciable que encuentras por ahí, que tampoco es poco.

Lo que sí me ha dado por pensar últimamente es que cuando cambie el sentido del viento histórico y el frente se deshaga, si cambiamos nosotros y mucho, es imaginable que haya algo al menos de la gran prosperidad que predice Lorencito, pero también que exploten duras contradicciones entre el 80% (¿o es 90%?) de pobres y los pocos que comen y beben a sus anchas y se arme una sampablera como la que estamos esperando, sin ventura, desde que el comandante ganó las elecciones del 98. Esas desigualdades extremas suelen explotar. La historia tiene un reloj con una hora muy suya, casi siempre escondida, sobre todo de los politólogos y asociados.

A los argentinos les está pasando algo parecido, con menor intensidad por ahora, porque no hay comparación, somos únicos. Pero si el asunto no camina, puede que asome muy mal tiempo, justo después de la salida del sol.

 


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