Cuán cierto es aquello de que la política, como la economía, tienen ciclos históricos y que en esta era de comunicaciones globalizadoras esos ciclos tienden a ser cada vez más cortos.

Hoy nos referimos al tema del éxodo porque sabemos de primera mano lo que es emigrar cuando la situación del país natal se pone tan insoportable que deja de ser posible vivir en el medio natural. Así ocurrió en la Argentina de 1972/73 cuando el terrorismo de Estado y las acciones de la guerrilla armada desbordaron los límites de la lucha política provocando la respuesta –muy solicitada entonces por amplios sectores– de las Fuerzas Armadas que a su vez derivó en excesos cuya ferocidad aún hoy pervive y está presente en la sociedad argentina después de 35 años. Quien esto escribe fue víctima de un intento de secuestro en un ambiente de inseguridad personal extrema que produjo el mismo éxodo en masa de ciudadanos, incluyéndonos. Solo que en aquel entonces los emigrantes argentinos, aun cuando tenían muchos y justificados reclamos, no tenían hambre, pero igualmente todos dejaban atrás historias, familias, carreras, etc. Casi todos: políticos, profesionales, artistas, intelectuales, etc., fueron buenos, también alguno que otro maula llegó. Muchos dejaron frutos cuya positividad pocos ponen en duda.

Para entonces, Venezuela era un faro de guía para la democracia continental y se asomaba a una singular etapa de bienestar económico junto con paz social y libertad, era la mezcla perfecta para cuadrar en la descripción pronunciada por Colón en Paria en agosto de 1498, cuando creyó haber llegado al Edén y describió esto como “la tierra de gracia”. Lo era y, por tanto, fue totalmente natural que nuestros hermanos latinoamericanos, casi siempre de escasos recursos, pero con iguales ambiciones y derechos, se sintieran atraídos por Venezuela. Llegamos y llegaron por decenas y centenas de miles. Llegamos porque había oportunidades laborales de buen nivel y también porque los venezolanos dejaban de interesarse en las labores menos deseables (domésticas, jardineros, albañiles, etc.). La mayoría fueron buenos y se afincaron e –igual que con otros inmigrantes– también llegaron maulas. El mundo tiene de todo.

Quien esto suscribe, intelectual, profesor universitario, profesional, nunca tuvo el más mínimo rechazo a ninguno de sus emprendimientos, ni en la actividad universitaria ni en la política, que pronto abrazamos al convertirnos en ciudadanos, ni en al ámbito de las relaciones internacionales, donde pudimos representar a la patria adoptiva en no pocas ocasiones o foros, igual como desde hace décadas expresamos nuestras opiniones –buenas, malas, trascendentes o no– en los medios que nos dan generosa cabida. Esa es la Venezuela que este servidor vivió.

Pero… la realidad social “saudita” que transitamos en esos años de privilegio llevaron a muchos, muchísimos, a ver a colombianos, peruanos, ecuatorianos, etc., como ciudadanos de segunda que venían a usurpar puestos de trabajo, requerir atención de la seguridad social, educación, etc. Tratar a esos hermanos en forma peyorativa era casi moneda corriente en el marco de una sociedad desbordante de bienestar, paz y libertad. Pero –eso sí– la aceptación y hospitalidad tradicional de nuestro gentilicio siempre prevaleció en generosidad y asimilación. Esa era –y sigue siendo– nuestra Venezuela tradicional.

Hoy la tortilla se dio vuelta. Los venezolanos emigran a raudales y se desparraman preferentemente por fronteras terrestres (Brasil y Colombia), donde la abundancia no abunda y donde no existen ni los medios ni la infraestructura para recibir a quienes tienen insatisfechas las necesidades más básicas, empezando por la de alimentarse, baño donde asearse, salud que atender. La crónica diaria nos da cuenta de que la solidaridad de los pobladores de las zonas fronterizas en general es de tolerancia y comprensión poniendo como límite la protección y preservación de sus niveles de vida. Existen –lamentablemente– quienes por bajas pasiones y prejuicios atentan contra nuestros compatriotas en algunos casos en forma sangrienta. Pero también es cierto que Brasilia y Bogotá –sus gobiernos– están tratando de tramitar la cosa con bastante grado de buena voluntad sin dejar de tener en cuenta que en primer lugar se deben al bienestar de sus propios ciudadanos que –de paso– son los que votan. De allí, pues, que los gobiernos regionales y municipales de ambos países sean menos tolerantes que las cancillerías capitalinas. Ecuador, Perú, Chile y Argentina parecen estar a la altura (reciben mucho menos gente) y Estados Unidos, Canadá y Europa, con toda su parafernalia burocrática de visas y dificultades, también están en plan de considerar favorablemente los pedidos de inmigración y asilo de nuestros compatriotas. Mejor que lo hagan así y pronto, antes de que el panorama se convierta en un flujo indetenible de balseros, náufragos, ilegales, enfermos, etc., como los sirios y los de África, víctimas no solo de los sufrimientos que traen consigo, sino del rechazo de las sociedades afluentes que con algo de razón y bastante egoísmo los reciben. En muchos casos son los hijos de los mismos que en su día llegaron a la “tierra de gracia” con similares preocupaciones.


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