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Amílcar Osorio, circa 1965

Es poco y fragmentario lo que sabemos de la vida de Amílcar Osorio Gómez (Santa Rosa de Cabal, 1940-1985), el más sofisticado y erudito de los poetas del Nadaísmo.

Hijo de una pareja de antioqueños pobres, Rubén Osorio, su padre, sacamuelas de plaza de mercado, y Elvira Gómez, ama de casa, nació en uno de esos pueblos de la colonización antioqueña en el Valle del Quindío, de extendidas plantaciones de café, casas de bahareque con patios cercados de chambranas, puertas zapotes y lavandas asediadas de araucarias con las nieves perpetuas del Ruiz, Santa Isabel y Santa Rosa como telón de fondo.

Amilkar-U debió estudiar en el Colegio Mayor de los Padres Lazaristas, cuando Santa Rosa de Cabal tenía una gallera, 2 billares, 3 boticas, una dentistería y el periódico no se publicaba porque el dueño había permutado la imprenta por un tren de juguete. El seminario, con unos 200 alumnos y medio centenar de hermanos vicentinos venidos de Francia y España, infundía en los chiquillos la vocación de servicio, a Dios y a los hombres, a través de los oficios manuales y la oración. Allí aprendió francés e italiano y los frisos del latín y griego que lució desde la juventud.

Empujado por la pobreza, dio con la belleza de su pubertad en el Seminario San Juan Eudes de Jericó donde conoció, siendo su caudatario, a Augusto Trujillo Arango (Santa Rosa de Cabal, 1922-2007), doctor en Teología de la Universidad Católica de Washington, muy afecto a John McNamara, a quien el poeta debe, en buena parte, su fervor por el inglés y los seres de su mismo género. Solo a los 21, merced a los buenos oficios de la escultora judía Feliza Bursztyn (Bogotá, 1932-1982), que acababa de perder a Jorge Gaitán Durán, el gran amor de su vida, disipó su flácida virginidad teniendo trato con primera hembra. Bursztyn, 8 años mayor que él, murió en París huyendo del gobierno de Julio César Turbay Ayala que le acusaba de un delito que nadie conocía. Un jueves a las 5:00 am, 18 encapuchados irrumpieron en su casa, le vendaron los ojos, desmontaron su cama creyendo que era un mortero, encontraron una pistola inservible y comenzaron, en unas caballerizas donde tenían también a otro poeta de 80 años, desnudo y vendado, a interrogarla sobre “los polvos perdidos” de que había hablado, a gritos salpicados de obscenidades, en la mansión de uno de los más conspicuos Caballeros de la Orden de Malta, don Ignacio Chávez Cuevas, director del Instituto Caro y Cuervo, insigne acusador de García Márquez.

Amílcar Osorio, circa 1970

A mediados de 1957, meses después del derrumbe de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, atormentado por Bretón, Capote y François Sagan, perdió el quinto año de bachillerato, lo expulsaron del seminario, mientras su familia se mudaba a Medellín, donde ataviado de existencialismo parisino, con trajes oscuros y pesados abrigos de invierno frecuenta El Metropol, un tugurio de camajanes, adictos y rateros cercano a la heladería Santa Clara, en el que encontró a Fabio Raigoza, “bello como una puesta del sol”, y con Alberto Escobar, Guillermo Trujillo y Gonzalo Arango creó el Nadaísmo.

Al año siguiente, desatendiendo una plaza de maestro de escuela que un político le había ofrecido, con Gonzalo Arango, que le vendía como el Jean Genet tropical mientras le arrastraba por La Playa y Junín con una cadena de perro al cuello, inició una gira que debió llevarle a Popayán, propagando la buena nueva del Nadaísmo, pero terminó en Cali, con un paréntesis en la cárcel de Manizales, viviendo, durante 3 meses, sobre una estera cundida de bichos en la pensión Estación, de X-504, adonde regresaba cada mediodía el autor de Los poemas de la ofensa, luego de buscar, en las piscinas públicas, un cuerpo de muchacho a quien adorar imaginariamente. Amilkar-U leyó entonces, entre anhelos y deseos producidos por la hambruna, 50 libros de místicos y orientales de la biblioteca de Jaramillo Escobar.

Desalentado por el machismo y el misticismo de Gonzalo Arango –que vigilaba sus encuentros con Michael, un niño de ojos azules hijo de Possie Smith (Rosa Girasol), la entonces concubina del profeta–; obsesionado por el chismoso transgresor que frecuentaba los bares de la 3rd Avenue como estrella del New Yorker y de quien había leído Other Voices, Other Rooms –cuyos personajes habitan un desván cual bisutería cubierta de polvo que al soplar reluce como oro revelando marchitos secretos– y la jovencita de la Nouvelle Vague autora de Bonjour Tristesse que llevaba siempre bajo el brazo, Amilkar-U decide marchar a los Estados Unidos siguiendo el ejemplo de Malgrem Restrepo, otro de sus conocidos de entonces.

Reneé Frei, impía fumadora de tabacos con cuerpo de boxeador y su mimado, el joven poeta David Howie, le llevaron hasta San Francisco, donde viviría por varios años frecuentando vates y budistas como Alan Watts, John Sirio, Steve Mc Cormick, Leek Cong, Dan Hall, John Hiebaut, Jim Tylor y Gregory Corzo. Luego, en New York trató a Allen Ginsberg, Peter Orlovsky, Bob Dylan y Brendan Behan con quienes coincidió más de una vez en los corredores y bares del hotel Chelsea, adonde iba en compañía del mafioso antioqueño Bernardo Fernández Mesa, propietario de un colosal loft en el Flatiron de la quinta con Broadway, muy adicto a la entrepierna fálica de las adolescentes de Balthasar Kłossowski de Rola.

Así vivió por años en Estados Unidos hasta la noche en que, haciendo gala de sus pericias con “el camino de la mano vacía”, en un bar gay de Nueva York decidió emprenderla contra un grupo de travestis, que ofendidos, llamaron a la policía para defenderse de sus furias: no iban ellas, preciosas damas del Greenwich Village, habituales de Studio 54 y Crisco Disco en el 408 West 15th Street, irlandesas e italianas, a dejarse intimidar por semejante morsa descompuesta. 3 patrullas de la policía se estacionaron en la puerta de la discoteca, sacaron a empujones al poeta, pidieron sus documentos y como no los tenía y llevaba más de una década ilegal, procedieron a repatriarlo. De nada valieron las gestiones de la escultora judía. Un grupo de amigos pagó los boletos de vuelta de su amante olmeca, Efrén Mendoza y de él, que regresaba a Medellín convertido en el poeta que circula en Vana Stanza y El yacente de Mantegna, pero sin duda, el mismo que había deslumbrado al cotarro con La ejecución de la estatua y Súbete todo en mí o La frente cubierta por el cabello.

Sin que pueda explicarse más que por su trato con monseñor Trujillo Arango en Jericó o sus heteróclitas lecturas de juventud, Amilkar-U tuvo fama de erudito en lenguas como en teorías literarias. Una de ellas, que partiría de opiniones de Rubén Darío y Edgar Allan Poe, sostenía que la poesía solo existe en concordancia con la melodía, correlación rota a partir de la aparición del comercio como origen de toda riqueza. La poesía, la música, la pintura y la danza habrían sido instrumentos, herramientas de las liturgias primigenias, unas veces de carácter moral, otras, sagrado. Historias fijadas en la memoria colectiva merced a las repeticiones, aliteraciones, juegos de palabras y rimas que la imprenta creyó obsoletas y que el capitalismo salvaje ignorará hasta hacerlas automatismos de la vanguardia y el nouveau roman, con sus variantes del méta-romanroman du soupçon, o la italiana “scuola dello sguardo”.

Amílcar Osorio, circa 1975

Se sabe que en plena juventud propuso a uno de sus compañeros de viaje el reto de ocupar cinco holandesas sobre una lata de sardinas. El desafiado creyó que se trataba de asociaciones o variantes de textos sobre peces o litorales, Melville o Hemingway, pero no, “se trataba de contar el objeto sin apartarse de su física sombra, de su escueta realidad. Amílkar-U gustaba de hacer estos ejercicios, parodias de los novelistas de moda describiendo con minuciosidad un muro gangrenado, registrando las estrías de cada ladrillo, recobrando la luz exacta del día con una prosa que era el silencio y la verdad de un mundo sin efugios del corazón”.

Amilkar-U creía también que la lectura en voz alta solo hace viva la letra del poema evocando imágenes, conceptos, experiencias que yacen en el fondo de la memoria colectiva de cada oyente. Las artes literarias de su presente necesitaban de la voz para combatir las nuevas religiones y resignaciones de los rebeldes vencidos por la cotidianidad. De allí su conflicto con Gonzalo Arango, de allí “el único intelectual del Nadaísmo soy yo”, o “Gonzalo era un beato, un escritor mediocre” y “Ginsberg me aburría mucho, se la pasaba cantando mantras y quemando incienso, diciendo que quería hacer el amor con Fidel Castro…”. “Yo he sido muy racionalista, lo que más me atrae es el racionalismo”.

En los museos de San Francisco y Nueva York y en su trato con los innumerables artistas plásticos de las dos capitales de la cultura completaría sus concepciones de la literatura como un arte visual a partir del ritmo del texto. Como los modernistas Valencia, Darío, Lugones e incluso Juan Ramón, para Amilkar-U pintura y poesía eran los otros extremos de la armonía, porque si la música es análoga a la poesía en sus emociones cantadas y rimadas, la pintura, la música y la poesía lo son en acordes y armonías del color. Quien no se inclina hacia la música y la pintura no podrá ser un auténtico poeta.

Teorías que guiaron las confecciones de muchos de los textos que le sobreviven. Una de las novelas que escribió y estaban desaparecidas o en poder de sus herederos, La ejecución de la estatua, ocurre en una plaza mayor, domingo, día de mercado, entre el amanecer y su crepúsculo. En 300 carillas quien narra imagina la vida tras las ventanas que rodean la plaza. Cuando las sombras ocupan sus lugares llegan los asesinos que producen una masacre. Durante el genocidio, Edipiana, la estatua que representa a la madre en todas las plazas de Colombia, es ejecutada mientras los zamuros descienden de las cumbreras de las casas sobre los basurales con la total indiferencia y el silencio de los recién interfectos.

También con la lírica, Amilkar-U estableció una suerte de Verfremdung, como quizás lo habían hecho los modernistas al desentenderse de un entorno y realidades que encontraban despreciables para la vida y mucho más para el arte. Como Darío, nicaragüense, y Valencia, colombiano, Osorio Gómez tomó el camino del arte, invirtiendo la crónica de la realidad, creando el otro mundo que no halló en las ciudades de su juventud y en los lenguajes de sus compañeros de viaje. Por eso dijo Gonzalo Arango que, si bien había sido uno de los fundadores del movimiento, “fue odiado y admirado hasta el fanatismo por haber erigido la ignominia en estética y degradado los valores hasta el envilecimiento, execrando lo eterno y lo inmundo, el arte y sus amigos”.

Su único libro de poemas, Vana Stanza, diván selecto (1962-1984) se publicó en una edición de 300 ejemplares un año antes de su muerte. En la breve nota introductoria que le acompaña dice que los poemas no están ordenados cronológicamente, no se mencionan los libros de los cuales proceden y menos se recuerda que el autor había sido uno de los fundadores del Nadaísmo. 100 textos que le han separado, como sucedió con Los poemas de la ofensa de X-504, de las facilidades y fragilidades del Nadaísmo. 100 poemas que le alejan a grandes pasos del acento y las representaciones de Mario Cataño Restrepo, José Mario Arbeláez, Gonzalo Arango Arias, Elmo Valencia o Héctor Escobar, ideólogos del narcoterrorismo.

Vana Stanza es un recorrido memorable por los espacios de la memoria, lugar vacío para siempre de realidad, vano de carne y hueso que nos habita hasta la última hora, testigo único de nuestra marcha por la historia. Como en los poemas de Kavafis, que tradujera para la revista del movimiento en los años setenta, un piso de madera, unos candelabros, unas puertas o sus janelas serán las substancias que repasen las ausencias de la vida y del amor. Recuerdos imaginarios que nacen en las aristas del día o al momento de romperse la luz, bodegones de la carne y el placer, iluminados por surtidores y fulgores del deseo, mármoles del presente, solas presencias del desprecio por la ordinariez de la vida cotidiana, por la lujuria podrida de la infecta carne del capitalismo. El cuerpo como lugar de la ruina del mundo, fragmentos y ultrajes del destino.

Con Vana Stanza la poesía llamada colombiana rompió, definitivamente con las tradiciones españolas que perduraron hasta los primeros libros de los poetas de Mito, incluso en su mejor exponente, Gabriel García Márquez, deudor, sin culpa alguna, de la peor poesía del mejor poeta de Piedra y cielo, Eduardo Carranza.

Poesía, la de Vana Stanza, para ser dicha en voz alta, en los aposentos del renacimiento o en los recintos que guardaban las damas de las cortes de amor, arte de la voz y el ojo, cadencias y compases para la pátina de los sentimientos contemporáneos, las separaciones y jugarretas del destino. Para los fiascos de los nuevos amoríos entre machos, la nueva especie y género que había invadido sin regreso el mundo del siglo que nacía entre las ruinas del muro de Berlín y el fin del comunismo.

Los labios se entreabren y ya se ha ido el beso.

El amor no es efímero, es efímero el tiempo.

50 años después, una editorial de Medellín ha puesto en circulación La ejecución de la estatua, una, sin duda, roman du soupçon que preludia El otoño del patriarca y engendra en el lector una sinfonía de violencias dignas de Kubrick y Scorsese por no mencionar a Tarantino.

Amilkar-U murió el 12 de febrero de 1985, al ser arrojado en las aguas de La Oculta, una laguna de Jericó, donde había conocido la precaria felicidad que deparan los encuentros con quienes una vez se amó.


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