En 1607, gobernando Felipe III los reinos de España, escribió Quevedo El alguacil endemoniado. Del gobierno que entonces regía los destinos españoles era poco lo que cabía esperar, a no ser la incapacidad para controlar la corrupción y el paulatino desmoronamiento de aquella sociedad. Pero un escritor no tiene otras armas que la palabra y con ellas, organizadas en este tan breve discurso como lo es El alguacil endemoniado, plantó Quevedo batalla y poco faltó para que fuera a dar con sus huesos en las cárceles de la Inquisición. Las cosas acontecieron de la siguiente manera.

Ocurrió que un día el poeta necesitó hablar en la Iglesia de San Pedro con el licenciado Calabrés, que era amigo suyo, y lo encontró conjurando a un demonio que se había apoderado de un alguacil.

Calabrés era un clérigo, en palabras de Quevedo, “tardón en la mesa y abreviador en la misa, asomo de camisa por cuello, rosario en mano, zapato grande y de ramplón y oreja sorda. Entendíasele de ensalmos, haciendo al bendecir unas cruces mayores que las de los mal casados… contaba revelaciones y si se descuidaban a creerle, hacía milagros”.

Cuando Quevedo preguntó al clérigo qué es lo que pasaba a aquel hombre al que estaba conjurando, este respondió que se trataba de un hombre endemoniado. Pero he aquí que, interrumpiendo cualquier otra explicación, el demonio se apresuró a responder por boca del poseído:

“No es hombre sino alguacil. Los diablos en los alguaciles estamos por fuerza y de mala gana. Así que si queréis acertar, debéis llamarme a mí demonio enaguacilado, porque demonios y alguaciles tenemos el mismo oficio”.

A continuación, viendo la claridad de juicio con que parecía el demonio expresar sus pensamientos, el poeta le anima a que cuente cómo están organizadas las cosas en el infierno y a qué pena están sometidos los poetas, los enamorados, los sastres, los mercaderes, los ministros, los reyes y gobernantes, etc., cuando no se comportaron como debían haberlo hecho.

El en el infierno –obtendría como respuesta– están todos aposentados en tal orden que al preguntarle a un artillero el oficio que había tenido, fue remitido con los escribanos que son los que hacen tiros en el mundo (tiros: perjudicar a alguien en un negocio). A un sastre, porque dijo que había vivido de cortar de vestir, fue aposentado con los maledicentes. A un ciego que quiso encajarse con los poetas fue llevado a los enamorados, por serlo todos. Otro que dijo, yo enterraba difuntos, fue acomodado con los pasteleros y los malos ministros, por lo que han robado, alojan con el mal ladrón…

—Todo en el infierno son figuras y hay muchos, porque el poder, libertad y mando les hacen sacar a las virtudes de su medio y llevar los vicios a sus extremos; y viéndose en la suma reverencia de sus vasallos y con la grandeza, opuestos a los dioses, quieren valer punto menos que estos y parecerlo. Y así tienen muchos caminos para condenarse y muchos que los ayudan. Añadiría, además, que otros se pierden por la codicia, haciendo almacenes de sus villas y ciudades a fuerza de grandes pechos (impuestos) que en vez de criar, desustancian.

Cuando el poeta pregunta por el destino de los jueces, la respuesta es, sin duda, la que mayor contentamiento produce al interlocutor.

“Los jueces son nuestros faisanes, nuestros platos regalados y la simiente que más provecho y fruto da en los diablos, porque de cada juez que sembramos, recogemos seis procuradores, dos relatores, cuatro escribanos, cinco letrados y cinco mil negociantes…”.

Así andaba el mundo y esa era la contrapartida, allá abajo. Y ello a pesar de que a un hombre en aquella época podían torturarle los escrúpulos y disponerle a mal morir, como fue el caso de Felipe III y lo sería luego el de su hijo Felipe IV. Pero mientras tuvieron un pie sobre la tierra, lo que hicieran u omitieran se lo dejaban a los acusadores, y era a estos a quienes les tocaba, en razón de la mala industria en cada una de las situaciones, hacerles ver que sus errores cuando mal gobiernan no son aciertos, y que con estos y no con otros ingresarán en la historia, haciendo verdad lo que el licenciado Calabrés dirá, para rematar el discursillo de Quevedo: “Cuando el diablo predica, el mundo se acaba”.


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