El Consejo de Seguridad, como organismo que tiene a su cargo mantener la paz y la defensa a nivel global, suele ir más allá –cuando las circunstancias lo exigen– de las simples recomendaciones a los gobiernos, para lo cual produce resoluciones de obligatorio cumplimiento, conforme lo establece la Carta de las Naciones Unidas. Constituido por 5 miembros permanentes y 10 no permanentes, sus decisiones sobre temas sustantivos requieren el veredicto afirmativo de al menos 9 de sus integrantes. En cuestiones de mero trámite, no procede el veto reservado a sus miembros permanentes. Y como tal, el CS tiene a su cargo el establecimiento de las Fuerzas de Paz de Naciones Unidas, cuyo propósito esencial ha sido el apaciguamiento de naciones o grupos humanos enfrentados en la lucha armada. Los temas de interés internacional suelen ser tratados allí a petición de alguno de sus integrantes; en esos casos, precede la votación mayoritaria de quienes lo componen.

De tal manera hemos apreciado a través de los medios de comunicación de masas, las recientes sesiones del Consejo de Seguridad convocadas por Estados Unidos para la discusión de las crisis que afectan a Nicaragua (septiembre de 2018) y Venezuela (enero de 2019), hechos que para ciertos analistas constituyen un revés diplomático para sus respectivos gobiernos en funciones; argumento que parece obvio, en la medida en que ambos gobiernos niegan la existencia de una crisis nacional de dimensión regional y que por tanto amerita discusión seria en las instancias que resguardan el orden entre las naciones civilizadas.

No es casual que tanto en Nicaragua como en Venezuela se formulen acusaciones a sus respectivos gobiernos, de continuas violaciones al Estado democrático de Derecho y a los derechos humanos fundamentales. En ambos casos, asistimos al comportamiento antidemocrático de quienes se niegan a reconocer sus múltiples yerros en el manejo de los asuntos públicos, a lo cual se añaden reiteradas prácticas que hostigan la disidencia, violan el orden constitucional y abrogan la esencia republicana. Dos regímenes que comparten una misma visión y que acogen costumbres y procedimientos de la extrema izquierda, sobre cuya base pretenden eternizarse en el ejercicio del poder público. Ayunos de cultura política y sin el más mínimo interés en preservar los genuinos valores de la democracia, cierran el camino de elecciones libres y transparentes que permitirían dirimir las diferencias entre grupos sociales y políticos discrepantes; no reconocen a sus contrarios, a quienes arrinconan sin indulgencia, mientras oprimen a los menos favorecidos, obligándolos a huir despavoridos en busca de mejores condiciones de subsistencia. Obviamente, la alternabilidad democrática es una conciencia inexistente entre quienes se aferran al dogma de las izquierdas llamadas revolucionarias.

Pero el tema fue discutido ampliamente, en el caso venezolano, por más de cinco horas continuas que permitieron a distintos representantes y cancilleres, presentar evidencias contundentes, hacer valer sus puntos de vista o su negativa a reconocer lo que a todas luces resulta evidente. No podía haber resolución del Consejo de Seguridad, como anticiparon algunos observadores que al parecer desconocen el alcance de estas reuniones; ya sabemos cómo se desenvuelve la geopolítica global y su a veces impasible juego de intereses. Pero ha quedado claramente planteado el problema de fondo –las violaciones a la Constitución Nacional y a los derechos humanos–, la crisis humanitaria que ya amenaza a la región y el potencial peligro para la paz internacional que representa el estado de tensión general que se vive en torno al caso venezolano.

Y en este orden de ideas, no vemos condiciones que permitan replantear escenarios de la guerra fría, como anticipan ciertos comentaristas; comenzando por el hecho palpable de que la Federación de Rusia no tiene el carácter de la extinta Unión Soviética, ni China ha dado demostraciones de interés en semejante confrontación con Estados Unidos y sus aliados internacionales. Tampoco valen las comparaciones; son hechos y circunstancias distintas, estamos haciendo historia.

Priva, pues, el juego de los intereses, el consabido pragmatismo de Palmerston, para quien la Inglaterra de su tiempo no tuvo “aliados eternos”, tampoco “enemigos perpetuos”. Los que a un tiempo fueron amigos incondicionales del socialismo del siglo XXI o simplemente se hicieron “de la vista gorda” para no comprometer “intereses” circunstanciales, ahora descubren los vicios del proceso y sostienen la vía constitucional y democrática para sacar a Venezuela del marasmo que la envuelve; igual vale decir para Nicaragua. Y no hay que ilusionarse con estas variadas actitudes frente a un mismo tema; los vientos pueden cambiar una vez más. Insistimos, las potencias reaccionan de manera indistinta ante igual evidencia, siempre en atención a sus particulares intereses. Y en función de ello, algunos hablan de “autodeterminación de los pueblos”, con prescindencia del forzoso señalamiento de violaciones flagrantes a los derechos humanos en el plano interno, los mismos que condenan la saludable presión que se ejerce sobre los casos venezolano y nicaragüense, para que tengan lugar nuevos comicios con suficientes garantías de transparencia jurídica y procedimental, así como aceptable y eficaz observación internacional.

No están para nada en juego los principios de “igualdad soberana de los Estados”, ni de los “arreglos pacíficos de controversias”, tampoco la “prohibición de la amenaza o uso de la fuerza”, ni la “excepción de la jurisdicción interna de los Estados”, como insisten algunos estudiosos de la controversia. Antes bien, son quienes detentan el poder público en estas naciones paupérrimas –el efecto implacable de sus políticas públicas–, los que se valen de la fuerza bruta para imponer una voluntad sesgada sobre las grandes mayorías de ciudadanos disconformes.

¿Cuál es la moral pública de quienes apoyan semejante estado de cosas? ¿Cómo pueden ignorar lo que sus propios embajadores y representantes acreditados, confirman en el primer plano de los acontecimientos nacionales? ¿Cómo pueden aceptar la contestada legalidad de actuaciones y procesos indiscutiblemente viciados de inconstitucionalidad? De igual manera, ¿cómo pueden cuestionar la legalidad y vigencia de una Asamblea Nacional válidamente electa por el pueblo venezolano? Ya lo hemos dicho, los intereses a veces privan sobre principios y valores universales, anulando posibilidades o limitando alcances de la diplomacia. Hechos y actitudes cuestionables que tampoco tienen sanción; el interés sobrevenido, una vez superados los impases, tiene un enorme poder absolutorio. No podemos cambiar nuestra naturaleza humana.


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